RUDE BOY. 1980, Jack Hazan y David Mingay

En los años setenta, Jack Hazan trata de abrirse camino como director después de un tiempo trabajando en equipos de cámara. Para ello se alía con David Mingay, montador con quien funda Buzzy Enterprises, productora independiente que logra sacar adelante dos proyectos que mezclan realidad y ficción. El primero de ellos es A Bigger Splash, largometraje en torno al pintor David Hockney que apenas obtiene repercusión en su momento. Transcurridos cuatro años, en 1978, Hazan y Mingay desarrollan la misma fórmula, esta vez en el ambiente social y musical que hervía en Londres durante el Invierno del descontento que antecedió a la llegada al poder de Margaret Thatcher. El título del film, Rude Boy, hace referencia a los jóvenes que integraban el movimiento de cultura urbana originado en Jamaica la década anterior y que había llegado hasta Inglaterra por medio de la migración... si bien es verdad que la película se centra en el punk rock que tocaba en sus inicios la banda The Clash, verdadero motor de este experimento cinematográfico.

Así pues, Rude Boy es un documental ficcionado que sigue los pasos de un veinteañero que malvive con trabajos precarios y aspira a trabajar de roadie (o pipa en España, es decir, el técnico de conciertos que se encarga de montar y desmontar equipos, entre diversas funciones). La afición musical del protagonista contrasta con su apatía ideológica, lo cual le sitúa al margen de la militancia que bulle a su alrededor y le confiere una identidad apolítica y de inadaptación. Hazan y Mingay filman imágenes reales de las revueltas callejeras y las introducen en el primer acto, para trazar el marco donde sucederán los acontecimientos. Luego predomina el aspecto musical y la cámara se adentra en los escenarios y las salas de ensayo, con planos de naturaleza igualmente objetiva que imprimen en la pantalla la fuerza de lo auténtico.

La austeridad del presupuesto y los escasos medios empleados (con bastante uso de cámara en mano y luz natural) potencian la sensación de inmediatez y crudeza que buscan los directores, además de las interpretaciones no profesionales y los diálogos improvisados. Hasta el punto de que Ray Gange, que pone cara al personaje principal, firma también como guionista, dado que sus aportaciones en el rodaje resultan esenciales en la narración. Pero sin duda, el máximo aliciente de Rude Boy es asistir al auge de The Clash mientras se encontraban grabando su segundo disco y cuyo público crecía al ritmo de las canciones que suenan en el metraje: London's Burning, White Riot o Stay Free, entre otras.

En definitiva, Rude Boy posee gran valor documental como retrato de una banda que supo canalizar la rabia de una época convulsa y convertirla en música imperecedera. Ya lo dijo su líder, Joe Strummer: "El punk rock es una actitud, y la esencia de esa actitud es la libertad". Esta película lo refrenda.

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SHOWGIRLS. 1995, Paul Verhoeven

Tras el éxito obtenido con dos películas de ciencia ficción realizadas en Estados Unidos (Robocop y Desafío total), el director neerlandés Paul Verhoeven se encuentra plenamente instalado en Hollywood y es contratado por Carolco para filmar un guion que es la comidilla en los mentideros del negocio, cuyo título pronto se haría célebre: Instinto básico. El autor, Joe Eszterhas, también es de origen europeo y coincide con Verhoeven en el propósito de dinamitar el sistema desde dentro, a modo de caballo de Troya cinematográfico, exponiendo las contrapartidas del turbocapitalismo mediante productos arraigados en la cultura popular. Así, Instinto básico se presenta como un pulp sofisticado que persigue el escándalo y que alcanza repercusión incluso antes del estreno, inaugurando una trilogía dispuesta a revelar las miserias del sueño americano, que se extenderá durante los años noventa con ShowgirlsStarship Troopers.

El segundo de estos títulos, Showgirls, vuelve a contar con un texto de Eszterhas (aquí además productor asociado) y el respaldo financiero de Carolco, para recrear una versión bizarra de Eva al desnudo. En lugar del mundo del teatro, la acción se traslada hasta las salas de espectáculos de Las Vegas, donde las aspirantes a estrella luchan por conquistar el puesto de las bailarinas principales. Una de ellas es Nomi Malone, interpretada por Elizabeth Berkley en su primer papel protagonista en el cine, quien poco a poco tratará de sustituir al personaje encarnado por Gina Gershon. El actor Kyle MacLachlan pone rostro al tercer vértice del triángulo, el director del espectáculo que ambas compiten por protagonizar, junto a una extensa fauna de personajes representados por un plantel variopinto. Ninguno de ellos busca la credibilidad, porque todo lo que se mueve en el film viene empujado por el exceso: la trama, los decorados, las criaturas que los pueblan... Verhoeven construye un gran guiñol estridente y hortera que convierte las referencias mitológicas (Ícaro, Fausto) en clichés de género iluminados por llamativas luces de colores, un delirio camp que reviste su voluntad de sátira con abundantes dosis de sexo y violencia.

La idea que sostiene Showgirls de mostrar a la sociedad estadounidense el reflejo distorsionado de su individualismo y ambición no fue entendida en su momento, dando como resultado un fracaso estruendoso de crítica y público. Vista hoy, la película luce gozosa en su atrevimiento y en su ausencia de miedo al ridículo, con diálogos y escenas tan absurdas que se antojan memorables (atención al polvo en la piscina, puede que el más esperpéntico jamás rodado). Lo cierto es que más allá del kitsch y de los generosos desnudos femeninos, se impone el vigor de Paul Verhoeven como cineasta: Showgirls está narrada con pulso y exhibe fuerza en las imágenes, la fotografía de Jost Vacano saca el máximo provecho de los escenarios y la planificación es ejemplar, incluso bastante clásica en la manera de vertebrar las situaciones.

Así pues, solo cabe abandonarse al disfrute sin prejuicios de este fabuloso divertimento que es Showgirls. Un caramelo picante que tiene la habilidad de colar su discurso crítico contra el neoliberalismo salvaje entre oleadas de brillantina, lentejuelas y pezones.

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