Woody Allen regresa a España doce años después de Vicky Cristina Barcelona para filmar un nuevo título, en medio de dificultades personales y profesionales que le impiden desarrollar su carrera con la regularidad de siempre. El contrato que le unía al estudio Amazon quedó roto en su anterior película, surgen problemas con la distribución, se oyen declaraciones de actores y actrices que rechazan trabajar con él o se arrepienten de haberlo hecho en el pasado... la confluencia de estos y otros motivos hacen que el director busque la seguridad de lo conocido, dejando a un lado cualquier asomo de riesgo o experimentación. Es por ello que Rifkin's Festival parece más la pieza de una franquicia deslocalizada en Europa, que una película con entidad propia. Como si Allen hubiera elegido el escenario de la historia por motivos únicamente financieros, con independencia de su función en la trama, y eso que se trata de San Sebastián y del Festival de Cine que da nombre al film. Rifkin, el protagonista, es un profesor de Historia del Cine que aspira a convertirse en escritor y que acompaña los negocios de su mujer en la ciudad vasca mientras sufre una crisis sentimental que le lleva a perder un amor y descubrir otro.
A primera vista no hay novedades, es una variación de los argumentos habituales de Allen con el añadido de la ficción metacinematográfica en la que se ve envuelto el personaje principal. De manera episódica, Rifkin sueña con escenas de películas clásicas en las que participa mezclando sus vivencias con el cine que tanto ama, y aquí es fácil adivinar al propio Woody Allen profesando su gusto por Truffaut, Fellini, Bergman o Buñuel. No es la primera vez que el director norteamericano rinde tributo a sus maestros europeos, no en vano, en varios diálogos de Rifkin's Festival se hace referencia a la superioridad artística y cultural del viejo continente sobre el nuevo, en un guiño de Allen al público que le ha dado de comer durante tantas décadas. Sin embargo, todo se muestra tan impostado en esta comedia falta de frescura y naturalidad, que es como si el conjunto obedeciese a una estrategia promocional para contentar a los financiadores y a ese público fiel que nunca le falla.
Por todo ello, se percibe cierta desgana y carencia de inspiración en Rifkin's Festival, dando la impresión de que Woody Allen ha tomado diferentes momentos de otras películas suyas y las ha juntado en esta. A pesar de todo, el resultado se ve con agrado y proporciona noventa minutos de entretenimiento ligero, envuelto en las bonitas imágenes fotografiadas una vez más por Vittorio Storaro. Otro viejo conocido del director, el actor Wallace Shawn, se ocupa de interpretar a Rikfin, el enésimo alter ego de Allen acompañado por Gina Gershon, Louis Garrel y Elena Anaya. Un elenco que representa algunos de los arquetipos tradicionales del sainete sentimental, con diálogos en ocasiones reiterativos y sin la característica agudeza del director. En resumen, Rifkin's Festival es un trabajo menor de Woody Allen que no deja huella, pero tampoco lo pretende. Su ausencia de ambición en todos los sentidos desaprovecha algunas oportunidades, como la de reflejar las peculiaridades de la fauna que trabaja en la industria del cine. Al principio del film, Allen incluye un plano general que se desplaza mostrando las extravagancias de la profesión mediante gestos y frases cortas... un inicio prometedor que no encuentra eco en el resto de la película, y es una lástima. Sin duda, Rifkin's Festival hubiese adquirido mayor interés y el contenido habría ganado peso, rellenando los huecos que quedan finalmente en el relato.