CLASIFICADO S: TRANSGRESIÓN EN LA TRANSICIÓN. "Exorcismo: The Transgressive Legacy of Clasificada S" 2024, Alberto Sedano

A pesar del éxito que tuvieron entre el público de los años 70 y 80, las películas clasificadas S nunca gozaron de la aprobación de la crítica. Tal vez por eso, no ha habido estudios ni relatos pormenorizados sobre el tema hasta los últimos tiempos, con el estreno de ficciones (Los años desnudos), documentales (Sesión salvaje) o la publicación de libros (Clasificada 'S') que han venido a completar la escasa información disponible acerca de este cine barato y carente de pretensiones artísticas. De hecho, la denominación S significa sensible, una advertencia por parte de las autoridades que pronto se convirtió en un reclamo para atraer la atención de los espectadores con sus contenidos eróticos y violentos, encabezados por provocativos títulos de la talla de: En busca del polvo perdido, Sueca bisexual necesita semental, No me toques el pito que me irrito... Puede que no figuren en ninguna lista elaborada con buen gusto, pero es indudable que se integran en la cultura popular de un país que quiso degustar a mordiscos el sabor de la libertad recuperada tras décadas de dictadura franquista.

Para reivindicar este periodo de apertura, Alberto Sedano escribe, dirige y produce Clasificado S: Transgresión en la Transición, con la compañía Severin Films. Un estudio norteamericano especializado en género de terror que permite que el debut de Sedano tenga posibilidades de exportación, ya que en parte está filmado en inglés, incluida la narración en off de Iggy Pop.

La película sabe conjugar la investigación y el entretenimiento, gracias a incluir abundante material de archivo y declaraciones de historiadores, profesionales y algunos de los protagonistas de la época (Antonio Mayans, Jack Taylor o Ricard Reguant, entre otros). Todo contado con dinamismo y profusión de referencias, a veces incluso demasiadas, ya que el inventario de películas es tan extenso que puede llegar a saturar. El documental está dividido en bloques argumentales que proporcionan contexto histórico, análisis, anécdotas y numerosas imágenes que deparan un festín de sangre falsa y de desnudos verdaderos. En suma, se trata de una experiencia muy divertida que no cabe recomendar a moralistas de estómago delicado. Los demás podrán disfrutar de esta mirada al pasado que contiene también cierto reproche al desmantelamiento de una industria que no volvió a ser la misma, y a la falta de voluntad de riesgo que todavía afecta a nuestro cine.

LEER MÁS

Kid Galahad. 1962, Phil Karlson

Durante los años cincuenta, Phil Karlson se asienta como un director eficaz y prolífico que trabaja en toda clase de géneros con presupuestos ajustados, muchas veces dentro de la serie B. Su trayectoria continúa en la década siguiente, al frente de encargos como el remake de Kid Galahad, un noir dirigido por Michael Curtiz en 1937. Karlson actualiza la misma historia con importantes cambios: el escenario se traslada de Florida hasta las montañas del estado de Nueva York, donde recala un joven recién llegado del ejército buscando alguna ocupación con la que ganarse la vida. Pronto se descubrirá su habilidad para el boxeo y será bautizado con el sobrenombre que da título al film, pero esa no es la única virtud que posee el protagonista... también sabe arreglar coches, tocar la guitarra y cantar. No en vano, Kid Galahad está planteada como un vehículo de lucimiento para Elvis Presley, que en 1962 vivía enfrascado en el frenético empeño de consolidarse como actor y aumentar una filmografía en la que primaba la cantidad sobre la calidad.

Así pues, ni la simplicidad del guion ni el esquematismo de los personajes se adentran en zonas profundas, al contrario: la narrativa transcurre con perfecta corrección por escenas cuyo valor funcional y estético definen el conjunto. Karlson cumple como un profesional de las imágenes que sitúa siempre la cámara en los lugares más cómodos para favorecer el desarrollo del relato, ayudado por la fotografía de Burnett Guffey, quien saca el máximo provecho de las localizaciones naturales y de los intensos colores que proporciona la técnica de procesamiento de negativo Deluxe. Hay una excepción que sobresale del tono general y es el combate del desenlace, con una planificación y un montaje (obra de Stuart Gilmore) que anticipan detalles que tiempo más tarde se admirarán en Toro salvaje, salvando las distancias. Este es, acaso, el único momento de peso verdaderamente cinematográfico, ya que en todo lo demás, Kid Galahad se mantiene dentro de una linealidad casi televisiva que no depara emociones, pero tampoco molesta.

En resumen, se trata de un divertimento algo ingenuo que deposita su atractivo en ver al Rey del Rock calzando los guantes en el ring, aparte de escuchar unas pocas canciones sin apenas repercusión en la trama. Por eso, Kid Galahad no se puede considerar propiamente un musical, sino más bien una comedia romántica con ribetes de cine negro rural y de superación deportiva, que se ve con agrado y cuyas debilidades interpretativas se antojan entrañables. Son las paradojas propias de estas películas escapistas, hechas por el noble motivo de pasar el rato.

LEER MÁS

BUGONIA. 2025, Yorgos Lanthimos

En los últimos años, la popularidad de Yorgos Lanthimos ha ido creciendo a la vez que el presupuesto de sus películas. Esto le ha permitido aumentar también su productividad, debido a que empieza a asumir algunas propuestas ajenas por parte de los estudios, reduciendo así los procesos de creación de ideas. A partir de La favorita trabaja con otros guionistas y, por primera vez, dirige una adaptación literaria (Pobres criaturas) y un remake (Bugonia) al que Lanthimos se suma cuando el proyecto cae en manos de Ari Aster y del estudio Element. Lo cual no implica que estas películas carezcan de su impronta, si bien añaden novedades a la filmografía del autor griego.

En el caso de Bugonia, se trata de una comedia negra con ribetes de ciencia ficción que adapta libremente Salvar el planeta Tierra, película surcoreana de 2003 escrita y dirigida por Jang Joon-hwan. La nueva versión, cuyo guion firma Will Tracy, incorpora variaciones importantes respecto al original, como el género de algunos personajes, pero sobre todo se deja empapar por la personalidad y el estilo de un Lanthimos cada vez más vitriólico. El argumento es sencillo: dos primos inadaptados que viven solos con el peso de una tragedia familiar planean secuestrar a la presidenta de una gran compañía, con el fin de desenmascarar su verdadera condición alienígena y frenar así la amenaza que supone para el planeta. Ella está interpretada por Emma Stone, actriz fetiche del director, mientras que la pareja de jóvenes representantes del white trash es encarnada por Jesse Plemons (que repite con Lanthimos tras Kinds of kindness) y Aidan Delbis, actor con autismo que debuta en este film. Los tres se ajustan a la perfección a los excesos que demandan sus personajes y al tono estrambótico en general. Porque la historia que cuenta Bugonia pretende poner en evidencia el absurdo de las teorías de la conspiración y el negacionismo que difunden los reaccionarios, empleando las mismas herramientas que ellos usan para propagar sus mensajes: la hipérbole, el bulo, el miedo, la pseudociencia.

La película comienza y termina con imágenes de abejas en el proceso de polinización, sin embargo, los acontecimientos que hay entre medias hacen que el sentido de unas y otras cambie. Este círculo es acaso la única forma armónica presente en el relato, todo lo demás es caos deliberado y tensión en aumento hasta derivar en un desenlace que no conviene desvelar, tan chocante que casi parece un chiste... muy caro y rimbombante, pero un chiste al fin y al cabo. Eso sí, magníficamente realizado. Lanthimos posee una capacidad hipnótica para transmitir visualmente las incertidumbres de los protagonistas, mediante encuadres y movimientos de cámara que generan extrañeza. El formato cuadrado de pantalla en 4/3 dificulta los planos de conjunto y refuerza las sensaciones de soledad y aislamiento, ya que uno de los temas de Bugonia es la alienación a la que conducen determinadas corrientes de pensamiento, da igual el estrato social. Los extremistas de un lado y de otro se tocan, viene a decir Lanthimos, empeñados en la supremacía de sus doctrinas. Aunque la balanza se incline en favor de los débiles, queda la duda de si es necesario el empleo de la fuerza para doblegar la razón incorrecta, algo que el público deberá dilucidar entre risas nerviosas y cierto voluntarismo, dado que Bugonia no busca la comodidad. Ni en la ficción ni en la puesta en escena. Los miembros del equipo habitual del director contribuyen a ello: la fotografía de Robbie Ryan, que recupera las texturas y los colores del sistema VistaVisión, el montaje de Yorgos Mavropsaridis, capaz de cincelar atmósferas inquietantes, o la ironía grandilocuente de la música de Jerskin Fendrix.

En definitiva: es evidente que hay mucho talento delante y detrás de la cámara de Bugonia, pero cabe preguntarse si supera el riesgo de quedarse en una ocurrencia ingeniosa que sorprende al espectador durante un momento, sin dejar poso, minusvalorando la advertencia sobre el sectarismo y el desastre climático al que nos abocan los modernos sistemas de producción.

LEER MÁS

RUDE BOY. 1980, Jack Hazan y David Mingay

En los años setenta, Jack Hazan trata de abrirse camino como director después de un tiempo trabajando en equipos de cámara. Para ello se alía con David Mingay, montador con quien funda Buzzy Enterprises, productora independiente que logra sacar adelante dos proyectos que mezclan realidad y ficción. El primero de ellos es A Bigger Splash, largometraje en torno al pintor David Hockney que apenas obtiene repercusión en su momento. Transcurridos cuatro años, en 1978, Hazan y Mingay desarrollan la misma fórmula, esta vez en el ambiente social y musical que hervía en Londres durante el Invierno del descontento que antecedió a la llegada al poder de Margaret Thatcher. El título del film, Rude Boy, hace referencia a los jóvenes que integraban el movimiento de cultura urbana originado en Jamaica la década anterior y que había llegado hasta Inglaterra por medio de la migración... si bien es verdad que la película se centra en el punk rock que tocaba en sus inicios la banda The Clash, verdadero motor de este experimento cinematográfico.

Así pues, Rude Boy es un documental ficcionado que sigue los pasos de un veinteañero que malvive con trabajos precarios y aspira a trabajar de roadie (o pipa en España, es decir, el técnico de conciertos que se encarga de montar y desmontar equipos, entre diversas funciones). La afición musical del protagonista contrasta con su apatía ideológica, lo cual le sitúa al margen de la militancia que bulle a su alrededor y le confiere una identidad apolítica y de inadaptación. Hazan y Mingay filman imágenes reales de las revueltas callejeras y las introducen en el primer acto, para trazar el marco donde sucederán los acontecimientos. Luego predomina el aspecto musical y la cámara se adentra en los escenarios y las salas de ensayo, con planos de naturaleza igualmente objetiva que imprimen en la pantalla la fuerza de lo auténtico.

La austeridad del presupuesto y los escasos medios empleados (con bastante uso de cámara en mano y luz natural) potencian la sensación de inmediatez y crudeza que buscan los directores, además de las interpretaciones no profesionales y los diálogos improvisados. Hasta el punto de que Ray Gange, que pone cara al personaje principal, firma también como guionista, dado que sus aportaciones en el rodaje resultan esenciales en la narración. Pero sin duda, el máximo aliciente de Rude Boy es asistir al auge de The Clash mientras se encontraban grabando su segundo disco y cuyo público crecía al ritmo de las canciones que suenan en el metraje: London's Burning, White Riot o Stay Free, entre otras.

En definitiva, Rude Boy posee gran valor documental como retrato de una banda que supo canalizar la rabia de una época convulsa y convertirla en música imperecedera. Ya lo dijo su líder, Joe Strummer: "El punk rock es una actitud, y la esencia de esa actitud es la libertad". Esta película lo refrenda.

LEER MÁS

SHOWGIRLS. 1995, Paul Verhoeven

Tras el éxito obtenido con dos películas de ciencia ficción realizadas en Estados Unidos (Robocop y Desafío total), el director neerlandés Paul Verhoeven se encuentra plenamente instalado en Hollywood y es contratado por Carolco para filmar un guion que es la comidilla en los mentideros del negocio, cuyo título pronto se haría célebre: Instinto básico. El autor, Joe Eszterhas, también es de origen europeo y coincide con Verhoeven en el propósito de dinamitar el sistema desde dentro, a modo de caballo de Troya cinematográfico, exponiendo las contrapartidas del turbocapitalismo mediante productos arraigados en la cultura popular. Así, Instinto básico se presenta como un pulp sofisticado que persigue el escándalo y que alcanza repercusión incluso antes del estreno, inaugurando una trilogía dispuesta a revelar las miserias del sueño americano, que se extenderá durante los años noventa con ShowgirlsStarship Troopers.

El segundo de estos títulos, Showgirls, vuelve a contar con un texto de Eszterhas (aquí además productor asociado) y el respaldo financiero de Carolco, para recrear una versión bizarra de Eva al desnudo. En lugar del mundo del teatro, la acción se traslada hasta las salas de espectáculos de Las Vegas, donde las aspirantes a estrella luchan por conquistar el puesto de las bailarinas principales. Una de ellas es Nomi Malone, interpretada por Elizabeth Berkley en su primer papel protagonista en el cine, quien poco a poco tratará de sustituir al personaje encarnado por Gina Gershon. El actor Kyle MacLachlan pone rostro al tercer vértice del triángulo, el director del espectáculo que ambas compiten por protagonizar, junto a una extensa fauna de personajes representados por un plantel variopinto. Ninguno de ellos busca la credibilidad, porque todo lo que se mueve en el film viene empujado por el exceso: la trama, los decorados, las criaturas que los pueblan... Verhoeven construye un gran guiñol estridente y hortera que convierte las referencias mitológicas (Ícaro, Fausto) en clichés de género iluminados por llamativas luces de colores, un delirio camp que reviste su voluntad de sátira con abundantes dosis de sexo y violencia.

La idea que sostiene Showgirls de mostrar a la sociedad estadounidense el reflejo distorsionado de su individualismo y ambición no fue entendida en su momento, dando como resultado un fracaso estruendoso de crítica y público. Vista hoy, la película luce gozosa en su atrevimiento y en su ausencia de miedo al ridículo, con diálogos y escenas tan absurdas que se antojan memorables (atención al polvo en la piscina, puede que el más esperpéntico jamás rodado). Lo cierto es que más allá del kitsch y de los generosos desnudos femeninos, se impone el vigor de Paul Verhoeven como cineasta: Showgirls está narrada con pulso y exhibe fuerza en las imágenes, la fotografía de Jost Vacano saca el máximo provecho de los escenarios y la planificación es ejemplar, incluso bastante clásica en la manera de vertebrar las situaciones.

Así pues, solo cabe abandonarse al disfrute sin prejuicios de este fabuloso divertimento que es Showgirls. Un caramelo picante que tiene la habilidad de colar su discurso crítico contra el neoliberalismo salvaje entre oleadas de brillantina, lentejuelas y pezones.

LEER MÁS

LOS DOMINGOS. 2025, Alauda Ruiz de Azúa

Tres años después de debutar con éxito con Cinco lobitos, Alauda Ruiz de Azúa vuelve a poner el conflicto familiar en el centro de su segundo largometraje. La diferencia de Los domingos está en el origen del problema, que surge de la vocación religiosa de una chica de diecisiete años y las consecuencias que esto tiene en las personas de su alrededor. Se trata, por lo tanto, de un drama sostenido sobre las relaciones que mantienen los personajes, en el que lo íntimo choca con lo social y hay una gran importancia de la palabra y el gesto.

El principal reto que afronta la guionista y directora es presentar los hechos con la neutralidad necesaria para que el espectador tome partido por sí mismo, poniendo el foco en cada uno de los personajes mediante una puesta en escena rigurosa. Así, la intensidad de las emociones queda amortiguada por la sobriedad de las imágenes y por la contención de los actores, que solo se rompe en algunas ocasiones, cuando resulta preciso. El acierto empieza desde el propio casting: Patricia López Arnaiz, Miguel Garcés y la joven Blanca Soroa en su primera aparición en la pantalla, entre otros intérpretes capaces de ajustarse al naturalismo y al tono moderado que requiere el conjunto. La credibilidad se hace patente en los diálogos y en las miradas a ambos lados de la cámara, gracias en parte a la fotografía sin artificio de Bet Rourich.

El hecho de que Los domingos busque ser realista no impide que Ruiz de Azúa emplee también ciertos recursos cinematográficos que ayudan a construir la atmósfera y a trenzar el relato: por ejemplo, el montaje en paralelo de elementos religiosos y laicos (la canción de coro en la escena de la discoteca), el desenfoque como atributo expresivo (y no solo estético, algo habitual en el cine contemporáneo y que aquí se justifica en el momento en que la protagonista lleva los ojos vendados) o la suma de capas narrativas en la secuencia del desenlace. La directora vizcaína va depurando su estilo y lo vuelve conciso y sosegado, acorde a la historia que quiere contar: la voluntad de una muchacha que renuncia a la vida que se abre ante ella para encerrarse en los brazos de Dios... ¿o acaso se abre ante Dios y se cierra a las veleidades humanas? La respuesta pertenece al público, una cualidad que pocas películas exponen con la honestidad y la transparencia de Los domingos.

LEER MÁS

UN SIMPLE ACCIDENTE. 2025, Jafar Panahi

Un simple accidente comienza con una largo plano secuencia sostenido sobre el rostro de un hombre que conduce de noche junto a su familia. Pronto sucede el hecho al que se refiere el título, el cual involucrará a otros individuos con los que el conductor tuvo que ver en el pasado, en una concatenación de situaciones cada vez más tensas. Jafar Panahi lleva a cabo un ejercicio narrativo que intercala diversos puntos de vista y cuyo armazón dramático se sujeta en las interpretaciones de los actores. Es importante recalcar esto porque todo lo demás (la puesta en escena, el montaje) está al servicio de la evolución de los personajes, ya que la película asiste a la interactuación entre ellos en diferentes escenarios.

Los temas que aborda Un simple accidente son eminentemente políticos: la escala de poder y el uso de la fuerza, la asunción de responsabilidades, la práctica de la justicia... son cuestiones que Panahi dota de dimensión humana a través de una circunstancia presente en otros films como La muerte y la doncella o Incendies: el reencuentro fortuito de una víctima con su verdugo, tiempo después de sufrir abusos y en un contexto de libertad. La diferencia principal es que el director iraní tiñe la tragedia de costumbrismo e incluso se permite introducir algunos toques de absurdo y de comedia. Una apuesta arriesgada que él resuelve con su talento habitual para reflejar la vida a pie de calle, con personajes creíbles y diálogos que suenan reales.

Esta intención de representar ideas simbólicas mediante elementos tangibles, que pueden ser reconocidos por el público, constituye el principio elemental de la fábula. Un simple accidente es una fábula polvorienta y dura, que empieza de noche y se desarrolla a lo largo del día siguiente, para terminar de nuevo en otra noche opresiva, de carácter expresionista. El director de fotografía Amin Jaferi capta el transcurso de las horas por medio de los cambios de luz, con las limitaciones técnicas que conlleva haber rodado de manera clandestina en localizaciones exteriores e interiores de Teherán, para sortear la prohibición de dirigir que pesa sobre Panahi por parte de la autoridad. El cineasta ha demostrado siempre una actitud crítica contra los estamentos de poder de su país (no contra la población), lo cual le ha convertido en una figura incómoda para el régimen, sin necesidad de ser discursivo ni panfletario. Basta con el retrato de una sociedad cuyas rutinas están constantemente auditadas y que saca adelante sus gestiones a base de mordidas.

En esta ocasión, para reducir el filtro que la ficción impone sobre el relato, Panahi recurre más que otras veces al plano largo y sin cortes. Se trata de intervenir lo menos posible en lo que pasa delante de la cámara y reforzar la sensación de verismo, además de agilizar la filmación. También hay escenas de montaje, según las exigencias narrativas de cada momento, puesto que para Panahi lo fundamental es acompañar las reacciones de los protagonistas, muy bien interpretados por un reparto que mezcla actores profesionales y amateur, todos ellos convincentes. Los conflictos que encarnan son munición contra la dictadura teocrática que rige en Irán y, por extensión, en cualquier otra región privada de derechos. Esta es la grandeza de Un simple accidente: denunciar la injusticia en voz de los silenciados, con la sencillez y la honestidad que caracteriza desde hace tres décadas el cine de Jafar Panahi.

LEER MÁS

UNA BATALLA TRAS OTRA. "One battle after another" 2025, Paul Thomas Anderson

Paul Thomas Anderson regresa al universo literario de Thomas Pynchon, casi una década después de haber realizado Puro vicio. Esta vez con una adaptación mucho más libre de la novela Vineland, que el director traslada a la pantalla con el título Una batalla tras otra. Y lo hace en el momento adecuado, cuando el gobierno de Estados Unidos vuelve a estar en poder de Trump y sus políticas reaccionarias influyen en las instituciones del estado. Al igual que el libro, la película establece una analogía entre las revueltas del pasado y el presente, proponiendo temas que siguen vigentes como la legitimidad de defender con cualquier medio (incluso la violencia) los principios democráticos elementales, o la conciliación del compromiso personal y el ideológico.

Estas cuestiones se individualizan en los diferentes personajes que presenta el guion, dividido en dos periodos separados por quince años: el antes y el después de que el grupo revolucionario French 75 haya sido disuelto tras la delación de una de sus miembros y el hostigamiento militar. Dentro de los bandos confrontados hay un experto en explosivos, una líder revolucionaria, un coronel obsesivo, un profesor de artes marciales que refugia a migrantes... interpretados respectivamente por Leonardo DiCaprio, Teyana Taylor, Sean Penn y Benicio del Toro, entre muchos otros actores que integran el reparto. Todos ellos perfectos en su papel (cabe destacar a la debutante en el cine Chase Infiniti), dadas las dificultades que ofrece el tono de sátira política que mezcla la acción, el thriller y la comedia. Una batalla tras otra mantiene un ritmo frenético a lo largo de 160 minutos sin decaer un instante, solapando situaciones que se interrumpen unas a otras y vuelven a retomarse mediante elipsis. Este es uno de los mayores retos que plantea la narración, repleta de personajes que aportan distintas caras de un conflicto en el fondo bastante serio. Porque la mecha que prende la carga explosiva que contiene el film es la pérdida de derechos, la desigualdad, el racismo y las demás podredumbres que apuntalan el fascismo organizado.

El director no cae en panfletos y expone del mismo modo las contradicciones que atañen a sus héroes, siempre con una sonrisa y la adrenalina propia del género en el que se enmarca la historia. Para ello, pone toda su habilidad en adoptar unos códigos próximos a los del cine de entretenimiento, más que en sus anteriores películas, con la diferencia que le otorga ser un virtuoso de la imagen y el sonido. La planificación absorbente y nerviosa no da tregua al espectador, sin incurrir en la confusión habitual de las modernas escenas de acción, empleando una sintaxis engrandecida por el montaje de Andy Jurgensen y la música de Jonny Greenwood, ambos colaboradores frecuentes en la última etapa de Thomas Anderson. También lo es Michael Bauman, cuya fotografía recupera texturas e iluminaciones del cine de los setenta, si bien las semejanzas de Una batalla tras otra y el nuevo Hollywood van más allá de las formas y se alinean en la implicación y el riesgo. No abundan en la cartelera de nuestros días las muestras de militancia por parte de los grandes estudios, por eso se debe reconocer este revulsivo financiado por Warner que nace con la intención de agitar conciencias y de conectar con una sociedad insatisfecha que precisa ser activada. Paradojas de un arte que además es industria: expresar discursos a través del espectáculo y de ciertos clichés (tal vez necesarios) para aglutinar todo lo que aquí se cuenta de manera apasionada y apasionante, en una película llamada a perdurar.

LEER MÁS

DREAM SCENARIO. 2023, Kristoffer Borgli

Segundo largometraje del cineasta noruego Kristoffer Borgli y primero que filma en Estados Unidos con la producción de Square Peg, compañía que tiene al frente a Ari Aster. Este dato no es casual, ya que Dream Scenario coincide en mostrar la rugosidad de la condición humana presente en el cine de Aster, con la diferencia de que Borgli se aproxima más al discurso intelectual de Charlie Kaufman. De hecho, es imposible no pensar en este viendo a Nicolas Cage caracterizado como un profesor anodino que aspira a adquirir relevancia académica con sus estudios, además de ejercer de padre de familia corriente. Su vida transpira normalidad, hasta que un día la gente empieza a pararle por la calle para decirle que sueñan con él. La sorpresa se irá convirtiendo en reconocimiento y luego en pesadilla, lo que sirve a Borgli para desarrollar una fábula acerca de la fama, la privacidad y el peligro de los deseos satisfechos.

El guion del propio Borgli sabe introducir la incertidumbre dentro de un engranaje narrativo de gran precisión, que aligera la tragedia del protagonista con dosis de humor negro. Dream Scenario acierta en el tono y en medir los tiempos para que los giros dramáticos mantengan la atención del espectador, en muchos momentos desconcertado ante la pantalla. No es para menos. La mezcla de lo onírico y lo real resulta orgánica y sitúa el absurdo existencial como tema de fondo, gracias a unas imágenes que inciden en el extrañamiento. La puesta en escena logra transmitir la confusión que vive el matrimonio interpretado por Nicolas Cage y Julianne Nicholson, ambos magníficos, mediante encuadres que descomponen el equilibrio. Lo mismo sucede con el montaje, también obra de Borgli, que emplea recursos disruptivos como el salto de eje, el zoom in y el fraccionamiento arbitrario de algunas situaciones para generar el caos que requiere el relato. Se trata de un caos controlado y muy estético que toma influencia del cine de los setenta en las texturas, la paleta de colores y la luz que imprime Benjamin Loeb en la fotografía, filmada con película analógica de súper 16 mm.

Ni las técnicas del pasado ni el aire retro impiden que Dream Scenario capture a la perfección el desasosiego de los tiempos actuales. Esa es la virtud que alcanza Kristoffer Borgli: retratar la paranoia colectiva de una sociedad fácilmente manipulable, empleando los artificios de la ficción... y con la ayuda de Nicolas Cage en uno de sus papeles más memorables, avejentado por el maquillaje. Cabe destacar también dentro de este film singular y estimulante al compositor Owen Pallet. A continuación pueden escuchar un bellísimo ejemplo de su música:

LEER MÁS

PRESENCE. 2024, Steven Soderbergh

Steven Soderbergh es un cineasta prolífico que lleva 35 años trabajando en toda clase de géneros y con todos los presupuestos posibles, desde el mainstream de los grandes estudios (Ocean´s eleven, Magic Mike) hasta el indie más minoritario (Bubble, The girlfriend experience). En ambos términos imprime siempre su personalidad y su solvencia técnica, que le hace ser además director de fotografía, cámara y montador de muchos de sus títulos, aparte de productor a través de su compañía Extension 765. Presence pertenece al grupo de películas pequeñas, realizadas con pocos medios y un escaso plantel de actores en el que se encuentran Lucy Liu, Callina Liang y Chris Sullivan. Lo curioso es que la protagonista principal, la presencia que da nombre al film, nunca aparece en pantalla porque todo lo que se muestra representa su punto de vista subjetivo. De este modo, el espectador ve lo que ella ve, mediante planos secuencia que no salen del escenario de la casa.

Un ejercicio formal plenamente justificado, que no se queda en la ocurrencia ingeniosa y que sostiene la narración. David Koepp firma un guion de apariencia sencilla que esconde un mecanismo sutil y preciso, en el que cada detalle anticipa algo de lo que sucederá después. Las relaciones de los personajes conducen la trama y dan forma al drama familiar, que es la verdadera naturaleza de Presence, más que el envoltorio de terror con el que se ha intentado vender al público. Soderbergh, que hasta la fecha no había tocado el tema sobrenatural dentro de su ecléctica filmografía, realiza aquí un experimento minimalista que da prioridad a la cámara, conducida por él mismo. Se trata de una cámara réflex con un objetivo de lente angular y soporte estabilizador, que el director traslada de una estancia a otra de la casa acompañando a los personajes, por lo que casi no hay primeros planos. La acción se contempla así desde fuera, a ojos de un espíritu que apenas puede intervenir en el mundo que habitan los mortales.

Más allá del acierto visual que supone Presence, hay también otros logros relacionados con el tono de calma tensa que gobierna el conjunto y la atmósfera sugerente, de secretos que se van desvelando poco a poco a lo largo del metraje. Las tragedias no resueltas que ocultan los personajes se revelan sin recurrir a golpes de efectos ni a trucos altisonantes, al contrario, son amortiguadas por el ambiente tristón que luce la película, esquivando los convencionalismos que abundan en las ficciones de casas encantadas. Este es el gran hallazgo de Presence, saber reinventar el género a base de depurar hasta el extremo unos códigos que parecían agotados, empleando la gramática propia del cine: imágenes, sonidos, interpretaciones, montaje... y la música, compuesta con sensibilidad y belleza por Zack Ryan. A continuación pueden escuchar un ejemplo:

LEER MÁS

MADRID, EXT. 2025, Juan Cavestany

En el año 2020 y en plena pandemia de coronavirus, Juan Cavestany estrenó en abierto y vía online una película realizada por entero en situación de confinamiento. Madrid, interior era el retrato colectivo de puertas para adentro de una sociedad que reaccionaba como podía ante circunstancias inéditas, centrado en la capital española, pero representativo del conjunto de la población del país. Un lustro después, el director recorre la ciudad con la cámara para fijar en el tiempo aquellos sitios y personas que están en riesgo de extinción: zapaterías, ferreterías, videoclubs, salones de baile, estudios de fotografía... oficios que poco a poco van siendo desplazados por franquicias y por nuevos modelos de explotación comercial.

El primer testimonio que abre el film es el de la conservadora de un museo natural, alguien con quien Cavestany puede identificarse en su labor de preservar ejemplares de seres que una vez estuvieron vivos y que hoy son clasificados para su estudio y contemplación. Madrid, Ext. hace lo mismo con las imágenes y los sonidos de una urbe que, como se dice en un determinado momento, "ahora se hace para los demás". Se trata, pues, de un documental en el sentido exacto del término, al que Cavestany dota de significado político (porque defiende una ética del trabajo bien hecho) y poético (porque defiende una estética que propone y no impone). Todo construido en base a lugares y quienes habitan en ellos, un catálogo de arquitectura de dimensiones humanas que destila amor por un Madrid cuya singularidad desaparece bajo la homogeneización del liberalismo económico.

Sin embargo, el director no se distrae con discursos ideologizantes y deja que las imágenes hablen por sí mismas, al igual que hacen los individuos representados... sí, son individuos porque casi siempre aparecen solos. La suma de voces y de rostros sugiere la comunidad, al menos en la mente del espectador, gracias al montaje afinado y muy creativo de Cristóbal Fernández, Raúl de Torres y el propio Cavestany. Un montaje en el que tiene gran importancia el sonido y, en especial, la música compuesta por Guille Galván, en clara referencia a las sinfonías urbanas que fructificaron a principios del siglo pasado. No es que la película pretenda emular a Ruttmann o a Vértov, ya que aquí las composiciones surgen durante el proceso de producción y no a posteriori, como hacían los pioneros del género. Es un diálogo en paralelo entre las notas y los planos fotografiados por Javier Bermejo, quien logra extraer los mejores resultados de las localizaciones elegidas. Del mismo modo que hay un leitmotiv musical (el chiflo del afilador), también lo hay visual (la señora absorta) para hilar la variedad de elementos que desfilan en la narración, dividida en segmentos correspondientes a la naturaleza, la piscina, los carteles... un mosaico que huye del cliché y la postal turística.

Al igual que hacía Agnès Varda en Daguerrotipos, Cavestany filma a los vecinos de su ciudad mediante planos fijos que aluden al retrato fotográfico, un inventario de instantes detenidos frente a la lente. El movimiento sucede dentro del encuadre, lo que denota la actitud observadora del director, con atención a los detalles y las cosas pequeñas que suelen permanecer en la sombra. La mirada que Juan Cavestany aplica sobre Madrid transforma lo corriente en extraordinario sin sentimentalismos nostálgicos, con bastante humor y, sobre todo, con mucho cine. Sin duda, Madrid, Ext. es un documento de incalculable valor para los curiosos del futuro y para los que asisten con vértigo a las incertidumbres del presente.

LEER MÁS

ROMERÍA. 2025, Carla Simón

Existe una narrativa de la experiencia que se ha ido desarrollando en los últimos años con perspectiva feminista, sobre todo en los ámbitos de la literatura, la fotografía y el cómic. También en el cine, con Carla Simón como una de sus referentes destacadas, al menos en España. Ya en su primer largometraje, Verano 1993, la cineasta rememoró sus vivencias de niña que acababa de perder a sus padres. Una desgracia que tiene continuidad ocho años después en Romería, cuyo relato se bifurca en dos tiempos diferentes: a principios de los 2000, cuando la protagonista de 18 años (alter ego de Simón) viaja a Vigo para conocer a la familia del padre fallecido, y en los 80, cuando en la ciudad gallega sucede la historia de amor de sus progenitores. Por lo tanto, no se trata solo de una película autobiográfica, es además la exploración de la memoria personal y común de una generación que se vio arrasada por el consumo de drogas y la expansión del sida.

La directora catalana logra domesticar toda la carga emocional que contiene el film y aplica la distancia que otorgan los personajes interpuestos. En Romería habla de sí misma y de sus padres con el filtro de la ficción, generando una atmósfera muy especial que mezcla la observación del entorno y de sus gentes, el drama clásico de una parentela con secretos y la poesía de los momentos que representan el pasado, con un tono más experimental y abierto. La conjunción de estos términos es el principal reto que plantea la película, una apuesta que Simón resuelve con el oficio de afrontar su tercer largometraje, sumado a la intuición y las ganas de ir adentrándose en espacios de mayor libertad. Es gratificante comprobar que los riesgos que asume Romería son por igual sus aciertos, hasta el punto de que hay una escena musical coreografiada que causa sorpresa por su aparición inesperada y por su fuerza expresiva, dado que consigue amplificar la tragedia íntima en colectiva a través del baile.

Simón sale bien parada de este y otros desafíos (el amor entre las algas, algunos diálogos de búsqueda de la verdad) gracias a la conciencia de estar pisando un terreno delicado, que ella filma con la cámara en una mano y el corazón en la otra. En el medio está el cerebro, lo cual permite que el conjunto no se salga nunca del carril de la mesura. Dicha contención afecta también a la puesta en escena, articulada en planos que dan prioridad a la mirada de Llúcia Garcia, actriz debutante capaz de imprimir naturalidad en cada fotograma. Su interpretación no parece tal y rebosa credibilidad y frescura, acompañada de un reparto en el que figuran nombres jóvenes como Mitch y veteranos como José Ángel Egido o Tristán Ulloa, entre otros.

La trama familiar de Romería se expande detrás de la lente y lleva a Simón a contar con su hermano, Ernest Pipó, para la composición de la banda sonora. Si bien esto no es una novedad dentro de la filmografía de la directora, sí lo es el empleo por primera vez de música extradiegética como puente entre el presente y el pasado, un puente fabricado con cuerdas de gran efectividad y belleza. La fotografía de Hélène Louvart diferencia estas dos dimensiones temporales con sutileza, mediante variaciones de textura y de color que materializan el sentido de la medida que domina el conjunto. Romería parece anticipar una nueva etapa en el cine de Carla Simón, tal vez más imaginativa y menos sujeta el realismo, y más dispuesta a indagar en los recursos de la imagen y el sonido. Habrá que verlo. Mientras tanto, hay que celebrar Romería como la evolución creativa de una autora que sigue agrandando su mirada para abarcar ese territorio extraño y fascinante que es el ser humano.

LEER MÁS

SALVE MARÍA. 2024, Mar Coll

En su tercer largometraje, Mar Coll continúa explorando los conflictos familiares y las crisis de identidad de perfiles femeninos en la etapa de la adultez temprana. En esta ocasión va un paso más allá y se adentra en el terreno del terror psicológico, con un argumento que entronca con la tragedia clásica de Medea. No se trata de una actualización del mito, puesto que la protagonista de Salve María no necesita la infidelidad de un hombre para canalizar su rabia y fantasear con el infanticidio, ahora el enemigo es el propio vástago que le ha robado su individualidad como mujer y como creadora... así, la cineasta catalana no solo mira a la Grecia del pasado, sino que también asume la tradición cristiana (de ahí el título) y las referencias literarias de Sylvia Plath o Simone de Beauvoir, entre otras autoras que le sirven para trazar el descenso a los infiernos de una escritora sobrepasada por su reciente condición de madre. Si bien María ya se siente anulada al comienzo de la película, el detonante de su perturbación es la noticia de un terrible suceso ocurrido en su misma ciudad, lo cual la lleva a obsesionarse con la idea de una vida sin su bebé.

Mar Coll y Valentina Viso adaptan la novela Las madres no, de Katixa Agirre, un reto muy exigente para cualquier guionista: es demasiado fácil caer en la truculencia y la desmesura. Salve María no supera ciertas líneas pero las bordea peligrosamente, entre otros motivos porque le cuesta centrar el foco de la narración. Por ejemplo, la relación de la protagonista con algunos personajes importantes (Ana, Alice) no termina de definirse y resulta ambigua, al contrario de lo que sucede con la pareja interpretada por Oriol Pla. Además, Coll se mueve con soltura en el naturalismo, pero no tanto en determinadas escenas simbólicas tal vez forzadas (el cuervo) o que se antojan pobres y faltas del carisma necesario (el ser que adopta el rostro del fresco medieval). Para reforzar las sensaciones que aíslan a María de la realidad, se emplea el recurso evidente de la música, dramática en exceso y con unos coros que poco tienen que ver con el tono general, apagado y frío.

Estas debilidades no restan valor a los aciertos que contiene el film: hay una atmósfera insana que atraviesa el conjunto y una extrañeza que Coll expresa mediante imágenes de tensión soterrada, con hallazgos de montaje (la confesión final) o de planos largos y ralentizados (la recogida del premio). Pero sobre todo, si algo permite que Salve María se restablezca de sus propias dificultades, es la interpretación siempre comprometida de Laura Weissmahr. La actriz afronta su primer papel principal con una dedicación kamikaze, capaz de humanizar lo inhumano y de hacer que el espectador encuentre algún asidero dentro de esta película arisca e incómoda, que apenas ofrece tregua. Solo por su vocación casi suicida de abordar un tema tabú, cabe prestar atención a semejante apuesta tan irregular como valiente.

LEER MÁS

JURADO N° 2. "Juror #2" 2024, Clint Eastwood

La permanencia del género judicial a lo largo de las décadas ha generado una serie de automatismos y de lugares comunes que hacen difícil la innovación, tanto más en el cine norteamericano. Por eso hay que aplaudir una película como Jurado N° 2, capaz de situar el conflicto allí donde suele haber sombras: en la mesa de deliberación de un jurado popular. Con el ilustre precedente de Doce hombres sin piedad, Eastwood trenza un thriller de despachos que se focaliza en un miembro del tribunal implicado secretamente en el mismo caso de homicidio que debe juzgar, un dilema ético que el film expone con sobriedad y rigor.

El interés de Jurado N° 2 supera su original planteamiento y crece según avanza el desarrollo de las situaciones y los personajes. El cuestionamiento moral que envuelve al protagonista afecta también a sus compañeros de bancada y a varias representaciones del espectro social y político, como una fiscal que aspira al poder o un policía retirado que antepone hacer justicia a cumplir la ley. Son miembros de un reparto coral que incluye a Toni Collette, J. K. Simmons y Kiefer Sutherland, entre otros nombres que orbitan alrededor de Nicholas Hoult, perfecto en encarnar la ambigüedad que exige el personaje principal.

Jonathan Abrams debuta como guionista y logra una narración sólida, que se adapta a los cánones clásicos y mantiene la tensión hasta el desenlace, lo cual queda reforzado mediante la puesta en escena. Eastwood deja espacio a los actores y está atento a sus reacciones con el uso de planos cortos que están siempre justificados, al igual que los planos de conjunto para establecer relaciones entre los personajes y el espacio. Una sintaxis de imágenes concisa y eficaz que no depara sorpresas pero que tampoco se distrae con artificios innecesarios, tal y como es habitual en el cine del director. Si acaso, cabe destacar ciertas escenas de montaje que agilizan el juicio y flashbacks que alternan puntos de vista diversos (el efecto Rashomon). El resto de las secuencias transcurren siguiendo la cronología de los hechos hasta desembocar en un final abierto, que ofrece pocas dudas al público.

Los aspectos técnicos de Jurado N° 2 lucen un acabado pulcro acorde con el tono del relato, sin caer en la frialdad y esquivando las debilidades que aquejan a algunos de los últimos títulos de Eastwood, más insustanciales de lo que merece una figura de su relevancia. Si el cineasta de 95 años cierra su filmografía con esta película (la número 40), habrá sido el digno broche a una obra ejemplar, laboriosa y coherente.

LEER MÁS

SWITCHBLADE SISTERS. 1975, Jack Hill

Puede que el nombre de Jack Hill no vaya a figurar nunca en los libros de Historia del Cine, sin embargo, basta su mención para hacer sonreír a los amantes de la serie B. En 1975, el director y guionista pone en práctica por penúltima vez una fórmula muy asentada dentro de su filmografía, basada en la elección de temas controvertidos, el empleo de personajes con fuerza y el máximo aprovechamiento de los escasos recursos de producción. Cualidades que alcanzan su quintaesencia en Switchblade Sisters, una película que posee la virtud de unir escapismo y conciencia social.

Tal y como ha expresado el propio Hill, Switchblade Sisters se podría considerar una versión macarra del Otelo de Shakespeare: hay un conflicto general de guerra de bandas urbanas y un conflicto particular de ambición y de celos ante la irrupción de una nueva integrante en la comunidad. El argumento explota los clichés del género de pandillas rivales, con el añadido de que aquí las protagonistas son ellas. Hill incorpora una lectura feminista que coincide en el tiempo con el eslogan enunciado por Gisèle Halimi: "La vergüenza tiene que cambiar de bando", una sentencia que invierte el peso de la culpabilidad en los casos de violación. A cambio de la vergüenza, las Switchblade Sisters adquieren los atributos de la valentía, la determinación y el ardor por combatir a tiro limpio, si hace falta. Lo cual provoca diálogos memorables y escenas de violencia como la que transcurre en la pista de patinaje o con el coche acorazado, entre muchas otras. Hay además un componente político inhabitual en esta clase de films, gracias a la aparición de una milicia femenina de los Black Panthers que refuerza el contexto histórico en el que se desenvuelve el relato.

La película desprende adrenalina por medio de unas imágenes que no solo describen situaciones, también acompañan el desarrollo de los personajes y dibujan un paisaje siempre en tensión. Es verdad que los actores muestran limitaciones interpretativas (si bien andan sobrados de carisma) y que los apartados técnicos acusan en ocasiones las precariedades de la producción, pero nada de esto impide que Switchblade Sisters luzca como un fabuloso divertimento que debe ser reivindicado por su arrojo, energía y descaro. En ella se adivina la influencia que ejerció sobre uno de sus principales valedores, Quentin Tarantino, quien ha reiterado su deuda con esta joya del cine independiente.

LEER MÁS

AFTERSUN. 2022, Charlotte Wells

No es habitual encontrar una opera prima con las ideas tan claras y con el grado de inspiración que posee Aftersun. Charlotte Wells demuestra en su primer largometraje un gran dominio de los recursos cinematográficos, que aplica evitando las fórmulas fáciles y apelando a la sensibilidad del espectador. Para ello, llena las imágenes de significado sin caer nunca en obviedades.

Ya desde el inicio, la directora británica propone un relato de apariencia sencilla: la convivencia de un padre separado con su hija preadolescente en un resort de la costa turca durante las vacaciones estivales. La relación entre los dos personajes, interpretados con enorme precisión por Paul Mescal y por la debutante Francesca Corio, se bifurca en líneas temporales que intercalan el pasado (la narración principal transcurre en el recuerdo de la hija), el presente (con la hija ya adulta) y un espacio alegórico en forma de discoteca donde ambos vuelven a reencontrarse. De este modo, la historia adquiere profundidad, ya que sugiere el drama de la enfermedad mental dentro de la experiencia cotidiana y juega en todo momento con el simbolismo de los elementos: la alfombra que preserva la memoria compartida, los parapentes que surcan el cielo como ideal inalcanzable, el escenario del agua propicio a la transformación... Wells pone en marcha un dispositivo con un tiempo propio que emplea las elipsis (atención al montaje de Blair McClendon) y que trabaja con el fuera de campo de manera sugerente, a veces misteriosa. Valga de ejemplo el plano sostenido de la fotografía que se va revelando mientras los protagonistas hablan, precisamente, sobre la posibilidad de seguir viviendo juntos en un verano inagotable.

El metraje está repleto de pequeños detalles que tienen eco en el conjunto y que se expresan mediante una planificación basada en el punto de vista. Aftersun es una película acerca de la mirada. La mirada de una niña que está dejando de serlo y eso condiciona su percepción de las cosas que tiene alrededor, bien cerrando el encuadre en gestos que cobran importancia, o bien abriéndolo para situar las figuras en el paisaje. También ayudan a resignificar las imágenes los ángulos y los movimientos de cámara, además de ciertas herramientas visuales como los reflejos o las composiciones invertidas, de nuevo en la mirada de la niña boca abajo, en un espejo o en las grabaciones de una videocámara recurrente en la trama... son señales que vale la pena discernir para ahondar en el enigma de esta obra que se sigue, por otra parte, con naturalidad y fluidez. Conviene no asustar al público con lecturas demasiado complejas, dado que Charlotte Wells es capaz de alcanzar la trascendencia empleando un lenguaje audiovisual accesible, empatía por los personajes y un humanismo sin fisuras. Cualidades propias de los cineastas experimentados que ella desarrolla con una habilidad pasmosa, semejante a presenciar un milagro en directo.

LEER MÁS

LA TRAMA FENICIA. "The Phoenician Scheme" 2025, Wes Anderson

En un panorama cultural marcado por la multiplicidad y lo efímero, el cine de Wes Anderson representa ese territorio conocido al que regresar con cierta frecuencia, una Arcadia de formas geométricas y colores pastel que ha ido adquiriendo profundidad en los últimos años. La trama fenicia proporciona el goce estético habitual del director y la misma acumulación de tramas y personajes, con dosis de existencialismo que se agravan en torno a los temas de siempre: la búsqueda de identidad, la familia, el papel del individuo dentro del colectivo, la pérdida de la inocencia... aunque a decir verdad, la paradoja es que las historias escritas por Anderson (de nuevo en colaboración con Roman Coppola) son cada vez menos importantes según se vuelven más complejas, en favor de las sensaciones que producen las imágenes y la atmósfera que envuelve la narración.

En este caso, el argumento sucede en distintos puntos de Oriente Próximo, donde el magnate interpretado por Benicio del Toro traza un ambicioso plan para poner a salvo su fortuna de los continuos sabotajes a los que le someten los servicios de inteligencia extranjeros. Dado que la muerte le sigue los pasos de cerca, decide legar su imperio a su única hija, una novicia encarnada por Mia Threapleton que está a punto de tomar los votos mientras sospecha que él fue el causante del fallecimiento de la madre. La trama fenicia transcurre a lo largo de diferentes capítulos a los que se van sumando personajes con rostros muy conocidos como Tom Hanks, Scarlett Johansson, Benedict Cumberbatch y muchos otros, entre los que destaca Michael Cera, co-protagonista del film. Una fauna acorde al espíritu cartoon que impulsa el conjunto, en el fondo y (sobre todo) en la forma.

A estas alturas, el estilo del director está tan definido que permite convivir por igual a colaboradores frecuentes y nuevos miembros de la familia Anderson. Entre los primeros figura Barney Pilling, responsable de un montaje ágil que se asienta en elipsis, y Alexandre Desplat, autor de una partitura con sonoridades más dramáticas de lo acostumbrado. Junto a ellos se incorporan otros nombres como Bruno Delbonnel, con quien Anderson ya había trabajado brevemente y que es una referencia de la fotografía cinematográfica europea. Los equipos técnicos y artísticos de La trama fenicia obran el milagro de insuflar humanidad a lo que podría ser mero artificio, no en vano la película ha sido filmada casi por completo en decorados construidos en el estudio Babelsberg de Alemania. Una vez más, Wes Anderson ejerce de moderno Méliès especializado en el trampantojo, capaz de transmitir humor y emociones desde un pasado idealizado por la literatura, las artes gráficas, el cine... referencias cultas que él fagocita en fabulosos divertimentos como La trama fenicia.

LEER MÁS

NOT A PRETTY PICTURE. 1976, Martha Coolidge

La trayectoria de Martha Coolidge comienza a principios de los años setenta con documentales marcados por un fuerte compromiso social, en los que aborda temas como el consumo de drogas, el modelo educativo o la desigualdad de género. Son pequeñas películas independientes que ella escribe, produce y dirige, hasta que en 1976 realiza su primer largometraje, en el que expone un episodio traumático de su biografía: la violación sufrida a los 16 años por un compañero de clase. Not a pretty picture es un ejercicio de exorcismo con el que Coolidge intenta cerrar heridas y es además un ensayo sobre las relaciones de poder y el abuso sexual. Tal y como se hace referencia en una de las escenas, es una "película educativa" que trata de definirse a sí misma ya desde el propio título, buscando su identidad a través de las imágenes filmadas en 16 mm, las palabras (muchas de ellas improvisadas) y las interpretaciones de un elenco joven y entregado.

El equipo de rodaje se deja contagiar por la energía de Coolidge y por su curiosidad por experimentar con los actores y con el formato, haciendo cierta aquella frase de Renoir que decía: "Toda película es un documental sobe la propia película". El resultado es una obra de creación colectiva que presenta dos caras de la misma narración, cada una con diferentes enfoques: por un lado está la recreación de los hechos antes y después del estupro, con una planificación convencional y un estilo deliberadamente impostado, y por otro lado está el análisis del comportamiento de los personajes durante la agresión, un diálogo de la directora con el reparto a modo de making of. Es una manera de enfrentar la realidad desde la ficción y desde el verismo, alternando con fluidez ambas dimensiones del relato. Así, el espectador tiene la sensación de que se construye frente a sus ojos y es invitado a debatir las situaciones que se denuncian en la pantalla, las cuales continúan sucediendo todavía hoy a pesar de los avances alcanzados.

Por eso, Not a pretty picture interpela al público del presente con fuerzas renovadas. Ojalá su discurso fuera coyuntural y hubiera sido superado... por desgracia no es así y sigue siendo igual de oportuno que entonces, ni siquiera la precariedad de la producción y el escasísimo presupuesto es capaz de aminorar la intensidad de una película que acierta a exponer lo espinoso del tema con cautela, reflexión y mucha sangre fría. Puede que el término "cine necesario" haya perdido sentido por el exceso de uso, pero si hay un film que lo merece, sin duda es este.

LEER MÁS

LA NOCHE DEL COMETA. "Night of the Comet" 1984, Thom Eberhardt

Los años ochenta no se caracterizaron por la discreción ni por la sutileza. El auge que  experimentó por entonces la industria del entretenimiento impuso un rodillo cultural que aplastó las alternativas surgidas en los márgenes del mainstream, por eso no hay demasiados títulos relevantes dentro de la serie B de aquella década, mientras que sí abundan los pastiches que practican la autoironía y la reinterpretación de los modelos clásicos: Ms. 45, 70 minutos para huirRepo Man, Cherry 2000... Es un modelo de posmodernidad que, salvo excepciones (Están vivos), deja a un lado el discurso y celebra lo superficial, de acuerdo al signo de los tiempos. Buen ejemplo de ello es La noche del cometa, segundo largometraje del director y guionista Thom Eberhardt, que en su día pasó desapercibida y hoy concita el culto de los amantes de rarezas.

No es para menos. La noche del cometa es una caricatura del cine de zombis influida por el videoclip (en especial Thriller, de Michael Jackson), los videojuegos de las máquinas recreativas y las comedias de teenagers, cuya mayor virtud es la iconicidad. El público del presente aplaude la estética recargada y colorista de las imágenes por encima de cualquier otro elemento, e incluso es capaz de convertir las debilidades del film en aciertos: da igual que el guion carezca de lógica narrativa, que los personajes sean esquemáticos o que los diálogos resulten burdos sin pretenderlo... mejor así. El placer (culpable o no, allá cada uno) que proporciona la película se concentra en noventa minutos de diversión estilizada e inocua.

Eberhardt no se revela como un cineasta refinado, sino como un junta-planos que conduce al espectador por una trama imposible, que se va oscureciendo según avanza la acción y se acumulan machaconamente las canciones del momento. ¡Ningún problema! Ahí está Arthur Albert, el director de fotografía, para solventar con luces de colores y abundante humo las precariedades de la producción, generando una atmósfera que es lo más atractivo del conjunto. Eso y la pareja de actrices protagonistas, Catherine Mary Stewart y Kelli Maroney, dando vida a dos hermanas que se enfrentan al apocalipsis tras el vuelo de un astro por el cielo de Los Ángeles.

En definitiva, La noche del cometa es un delirio new wave que sigue, uno por uno, los puntos establecidos por Susan Sontag en su ensayo de 1964 Notas sobre lo camp, resumidos en: cine artificioso, estilizado y apolítico. Ideal para un rato de desconexión neuronal y disfrute sin complejos.

LEER MÁS

DANIELA FOREVER. 2024, Nacho Vigalondo

Nacho Vigalondo lleva más de dos décadas explorando los límites y las paradojas de la percepción humana en múltiples formatos: largometrajes, cortos, episodios, videoclips... sus películas proponen un viaje de ida y vuelta entre lo real y lo imaginado, el presente y la memoria, la vigilia y el sueño. Siempre dentro de los márgenes del cine de género y con una personalidad que no desaparece ante los encargos ni los grandes presupuestos. En Daniela Forever, el director afincado en Madrid vuelve a filmar en la capital con un reparto internacional encabezado por Henry Golding y Beatrice Grannò, quienes interpretan a una pareja separada por la tragedia. Para provocar el reencuentro, él decide someterse a un experimento relacionado con los sueños lúcidos y descubrir así los sinsabores de una situación al principio idílica, que se va tergiversando a fuerza de tratar de aplanar los pliegues que conllevan los vínculos afectivos.

Lo primero que llama la atención de Daniela Forever es el tratamiento visual de las dos dimensiones del relato. La parte de la vigilia adopta una estética hiperrealista que replica la calidad amateur de las videocámaras ligeras, tanto en la imagen como en el sonido. La parte de los sueños, en cambio, se representa mediante planos muy elaborados que Jon D. Domínguez fotografía con colores saturados y luces muy expresivas, marcando una diferencia evidente que se materializa también en la alternancia de tamaños en 4:3 y 16:9, y en el empleo de ópticas multifocales y anamórficas, según el momento de la historia.

El guion escrito por Vigalondo salta de espacios y de tiempos de forma abrupta, acorde a las derivas del cine posmoderno que juegan con el multiverso y la repetición de acciones alternativas (OrigenTodo a la vez en todas partes o los recientes films animados de Spider-Man), solo que aquí se hace hincapié en los sentimientos. Además, los efectos especiales cumplen una función narrativa precisa que se aleja de la pirotecnia habitual, con un sentido de la atmósfera teñido de misterio y cierta melancolía que el humor alivia de vez en cuando. De este modo, es más fácil acordarse de títulos de mayor naturaleza autoral como Ruby Sparks y, sobre todo, ¡Olvídate de mí!, referente inevitable de Daniela Forever. Sin ánimo de comparar películas (todas empequeñecen al lado de la de Gondry), lo cierto es que el reto compartido de la reiteración puede convertirse en un problema si no se maneja bien. En Daniela Forever está a punto de suceder, en especial en el tercer acto, cuando los rizos argumentales giran sobre sí mismos y las repeticiones bordean la monotonía... por fortuna, Vigalondo mantiene el pulso y logra llegar al final habiendo atado los cabos sueltos, aunque en ocasiones asoma la sensación de estar asistiendo a ocurrencias ya conocidas.

En conjunto, Daniela Forever es una anomalía dentro del cine español, si acaso equiparable a Abre los ojos de Amenábar o a Los cronocrímenes del propio Vigalondo, que se disfruta gracias a su capacidad de riesgo y al aire de extrañeza que emanan las imágenes, en parte influido por la música de Hidrogenesse. Se trata de una película divertida y emotiva a partes iguales, sin duda la más romántica de Nacho Vigalondo hasta la fecha.

LEER MÁS