MARCO. 2024, Aitor Arregi y Jon Garaño

En los últimos años, los cineastas Aitor Arregi y Jon Garaño han encontrado en la realidad la materia prima de sus películas. No para consignar hechos sucedidos a modo de crónica, sino para tratar algunos de los grandes temas que afectan al ser humano. En el caso de Marco, se toma como base el engaño sostenido en el tiempo por Enric Marco, quien simuló haber sufrido el drama de la deportación y la supervivencia de un campo de concentración nazi hasta que fue descubierto en 2005. Semejante mentira cobra relevancia porque Marco hizo todo lo posible por situarse en el centro de los homenajes y erigirse como referente de la lucha antifascista, en la que nunca participó. Arregi y Garaño adaptan este suceso como parábola para hablar del narcisismo de ciertos hombres grises que tratan de destacar atribuyéndose méritos falsos, así como la alteración del relato para acaparar cuotas de atención y de poder... cuestiones muy oportunas ahora que campan a sus anchas bulos, conspiraciones y noticias manipuladas.

Estas líneas narrativas obtienen traducción en imágenes gracias a los recursos narrativos y expresivos de la puesta en escena: la filmación de espejos, los desenfoques de la lente, determinados movimientos de cámara... son herramientas que definen el punto de vista y explican al personaje interpretado por Eduard Fernández. Un actor en plena madurez de su talento que, sin embargo, sigue sorprendiendo. Su trabajo de expresión corporal, de mirada y de voz alcanza niveles de virtuosismo, potenciado por la caracterización que envejece sus rasgos, tan lograda como los demás aspectos artísticos de la producción. Fernández y sus compañeros de reparto (mención especial a Nathalie Poza) dan humanidad a una película que también brilla en el apartado técnico, donde se encuentran algunos integrantes habituales de la familia Moriarti como Javier Agirre Erauso, cuya fotografía describe con precisión los estados anímicos que atraviesa el protagonista.

Al igual que sucede en los anteriores títulos de Arregi y Garaño, Marco adopta el ritmo adecuado para ir siempre un paso por delante del espectador, que asiste intrigado a las evoluciones de la trama. Es fácil dejarse envolver por la atmósfera de la película y participar en el juego metacinematográfico que proponen los directores, ya que en diferentes momentos se mezclan material de archivo y recreaciones que hacen intervenir al Marco original y al recreado por Fernández, además de alusiones directas al film en sí mismo. Después de HandiaLa trinchera infinita y la miniserie Cristóbal Balenciaga, parece como si los dos directores guipuzcoanos se fueran aproximando al presente desde el prisma de los acontecimientos históricos, tal vez para explorar el tiempo que nos ha tocado vivir o tal vez para dejar constancia de errores que no deberían repetirse. De ambas maneras, Marco resulta ejemplar.

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LA MOSCA. "The Fly" 1958, Kurt Neumann

Kurt Neumann es un cineasta de los considerados artesanos. Es decir, aquellos que no poseen un estilo reconocible ni veleidades de autor, y que adaptan su trabajo a las necesidades de la narración cumpliendo con los calendarios de rodaje y los presupuestos asignados... en su caso, siempre modestos. Por eso no podía sospechar el éxito que iba a tener La mosca, película sin grandes pretensiones, producida y dirigida por él mismo para el estudio 20th Century Fox. Y aunque lo hubiera sospechado, tampoco lo pudo disfrutar, porque Neumann falleció en extrañas circunstancias apenas un mes después del estreno, dejando un clásico incontestable del terror que conoció dos continuaciones y el celebrado remake que David Cronemberg realizó en 1986.

Se trata, por lo tanto, de una película enmarcada en la última etapa de una trayectoria tan larga como intensa, y en el comienzo de otra: la del guionista James Clavell, que debuta adaptando un relato del especialista en literatura de ciencia ficción George Langelaan. Es relevante destacar estos nombres porque buena parte de la originalidad del film reside en la historia que se cuenta. A grandes rasgos, La mosca expone la tragedia de un científico abnegado que logra un hallazgo excepcional, y cuya ambición termina transformando su existencia en la de un monstruo. Esta premisa se encuentra también en Frankenstein y en Dr. Jekyll y Mr. Hyde, por citar solo dos ejemplos entre otros muchos títulos de horror, la diferencia es que en La mosca prima el romanticismo trágico de un matrimonio abocado al desastre. La pareja que interpretan David Hedison y Patricia Owens pone rostro al sueño americano que deviene en pesadilla, bien acompañados por los veteranos Herbert Marshall y Vincent Price. La presencia de este último es uno de los atractivos del film, pero no el único: el desarrollo en continuo avance de las situaciones, la tensión impresa en la atmósfera y en el tempo cinematográfico, la concisión de los personajes y de ciertos decorados (en especial el laboratorio)... dotan a la película de un encanto que crece con el paso del tiempo.

La mosca demuestra el talento de Neumann en dar dignidad a producciones baratas y en aprovechar al máximo los recursos técnicos a su alcance. Así, hay un empleo bastante creativo de ciertas lentes para los efectos especiales (en las escenas del teletransporte) y en la fotografía en color, obra del experimentado Karl Struss. La película posee un aspecto visual de lo más sugerente que solo se empaña al final, cuando se desvela la naturaleza de la mosca de cabeza blanca, un instante que ha envejecido mal y produce sonrojo, sin llegar a empañar la brillantez del conjunto. En definitiva: La mosca es una joya en su género y la prueba de que más allá de la emoción y el entretenimiento, el cine de terror puede alcanzar profundidad en manos de directores con espíritu independiente como Jacques Tourneur, Jack Arnold o Kurt Neumann.

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THIS IS SPINAL TAP. 1984, Rob Reiner

Sin duda, los ochenta fueron la década prodigiosa de Rob Reiner. Después de unos años curtiéndose como actor, guionista y director en comedias televisivas de éxito, decide iniciarse en el cine recuperando una idea creada para la pequeña pantalla: las andanzas de un grupo de rock inventado por él mismo y por los actores que los interpretaban: Michael McKean, Christopher Guest y Harry Shearer. Juntos eran Spinal Tap, una caricatura de las bandas que habían forjado su fama y fortuna adaptándose a las sucesivas modas de cada momento y a los caprichos de la industria del espectáculo.

Reiner desarrolla esta premisa trabajando la improvisación con el elenco, sin guion ni diálogos, apenas con unas cuantas situaciones que van surgiendo sobre la marcha y que exponen los clichés en los que incurren ciertos músicos de renombre: anécdotas de ensayos y conciertos, de convivencia en la carretera y de lucha de egos. Así, la película adopta la forma de falso documental y acuña el término de mockumentary que se mantiene hasta el presente. Se trata de fingir la realidad imitando el lenguaje del reportaje audiovisual, con entrevistas y filmaciones con cámara en mano y luz natural... es una decisión arriesgada para una opera prima que Reiner resuelve con brillantez, ya que consigue dotar de frescura y dinamismo a This is Spinal Tap.

Si bien las cualidades cinematográficas que exhibe el film son modestas e incluso convencionales (puede que lo más destacable sea el montaje), lo cierto es que cumple con creces su objetivo de hacer reír. El humor tiene a veces ese toque tan popular de la época al estilo de Saturday Night Live, con gags autoconclusivos, buen ritmo y una gran variedad de escenarios. Cada elemento funciona y logra sobreponerse al caos al que todo parece abocarse, gracias a la entregada labor de los actores y a Rob Reiner, cineasta que debuta con esta película que ha concitado el culto y que inaugura una trayectoria en la que brillan títulos como Cuenta conmigo, La princesa prometida, Cuando Harry encontró a Sally o Misery. Casi nada.

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DOUBLE TAKE. 2009, Johan Grimonprez

La literatura de Jorge Luis Borges contiene dos temas a los que el escritor argentino regresa con asiduidad: el doble y las geometrías del tiempo. En su cuento 15 de agosto, 1983, publicado en el año del título, narra el encuentro entre un Borges que acaba de cumplir sesenta y uno, y otro Borges de ochenta y cuatro. Son distintos y a la vez el mismo que confluyen en una habitación de hotel, con el resultado de la muerte de uno de ellos.

Años después, en 2007, el director belga Johan Grimonprez concentra su fascinación por Alfred Hitchcock en la pieza audiovisual Looking for Alfred, una exploración del carácter poliédrico y la multiplicidad en la obra del cineasta británico, interpretado por diversos actores. Este proyecto adopta también forma de libro en el que se incluye el cuento de Borges y los textos de varios autores, entre los que se encuentra Tom McCarthy. Aquí se asientan las bases con las que él y Grimonprez deciden llevar a la pantalla la fantasía borgiana, cambiando al protagonista para que sea Hitchcock quien encuentre a su doble, en medio de un torbellino de situaciones históricas sucedidas en el lapso que separa las edades de los dos Hitchcock: la carrera espacial entre EEUU y la URSS, la crisis de los misiles de Cuba, la Guerra Fría... son el telón de fondo de Double take, segundo largometraje de Grimonprez en el que condensa algunos conflictos internacionales del siglo XX, presentes en el resto de su filmografía.

Es muy útil conocer todos estos datos antes de ver la película, de lo contrario, el espectador puede caer con facilidad en el desconcierto. La acumulación de material de archivo y de grabaciones nuevas que Grimonprez realiza con Ron Burrage, el doble oficial de Hitchcock, es tan copiosa que cuesta encontrar un hilo argumental dentro del montaje. Además se añaden diferentes anuncios comerciales de una marca de café soluble, que dan a entender los mecanismos de manipulación de imágenes y las técnicas para influir en la audiencia, lo cual Hitchcock dominaba y es la columna central del film.

El torrente visual que maneja Grimonprez corre el peligro de confundir al público, si bien ejerce un efecto hipnótico. La información es abundante y no se distingue la realidad de la ficción, por lo que tratar de descifrar los laberintos que la película propone es más que una tarea ardua, casi imposible. Así que para disfrutar de Double take solo cabe dejarse arrastrar por su narración abigarrada y por el fluir de ideas algo inconexas, en un espectáculo críptico que fascina y agota a partes iguales.

A continuación pueden ver la película completa, facilitada por el director en su canal de Vimeo y con subtítulos en español. Un tipo generoso este Johan Grimonprez.

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VENUS. CONFESIONES DESNUDAS. 2016, Mette Carla Albrechtsen y Lea Glob

En los últimos años han proliferado los documentales que tratan la sexualidad femenina desde perspectivas diversas, prueba de la obsolescencia de ciertos tabúes implantados en la sociedad. Una de estas películas es Venus. Confesiones desnudas, de las directoras danesas Mette Carla Albrechtsen y Lea Glob, un ejercicio audiovisual que toma como herramienta la entrevista y el estudio sobre el comportamiento humano de un sector de la población de Copenhague.

El proyecto reúne a un buen grupo de mujeres jóvenes que relatan frente a la cámara sus experiencias y pensamientos íntimos, bajo la premisa de ser interrogadas con preguntas directas y sin cortapisas. La suma de sus testimonios va conformando la narración de manera salteada y en un clima de confianza que deriva en una hermosa escena final, en la que cada una de ellas se despoja de sus prendas a voluntad. Las directoras equiparan así las ideas de desnudez física y mental como argumento principal del relato.

La estructura narrativa sitúa las entrevistas en el centro y establece una relación simétrica entre las secuencias de presentación y desenlace, ambas con un montaje creativo y un empleo del sonido diferente (la voz en off de Lea Glob en la apertura y la música de Ola Kvernberg en el cierre). Al prescindir de conclusiones, la película amplifica su discurso e invita al público a comparar sus vivencias con las que se muestran en pantalla, lo cual convierte el visionado en una práctica estimulante con capacidad para favorecer la empatía en las mujeres y la curiosidad en los hombres.

En contra de lo que suele ser habitual en este tipo de producciones, la mirada atenta y respetuosa de las directoras se aleja del morbo, algo que se materializa en una puesta en escena austera, desprovista de adornos. El documental transmite una atmósfera de seguridad que proviene de realizar las grabaciones en un escenario único y doméstico, el salón de Albrechtsen, y con los mínimos elementos: una silla, un fondo de fotografía, una cámara estática y una iluminación suave que contribuye al naturalismo del conjunto. El resultado alcanza lo que se pretende: un retrato colectivo del sexo vivido y sentido por mujeres en la construcción de una identidad propia.

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LA MANSIÓN DE LOS HORRORES. "House on Haunted Hill" 1959, William Castle

De las películas de terror que William Castle produce y dirige con guion de Robb White, una de las más populares es La mansión de los horrores. Un ejemplo perfecto de las habilidades de Castle para buscar la emoción inmediata del público, empleando trucos que tuvieron gran predicamento en la época... si bien ahora pueden resultar algo pedestres y poco sutiles. Su cine se asemeja a una atracción de feria con forma de casa encantada de la que surgen apariciones fantasmagóricas, con un inmejorable maestro de ceremonias al frente: Vincent Price.

El actor encarna al rico propietario de una mansión que arrastra un pasado de muertes y maleficios. Una noche recibe a un grupo de invitados que aceptan participar en una prueba: quienes consigan llegar al amanecer con vida, recibirán una cuantiosa suma de dinero. La acción transcurre en las diferentes estancias de la casa y a lo largo de una velada en la que cada uno de los huéspedes demuestra su propio carácter. Así, encontramos al psicólogo escéptico, al galán temerario, al borracho resignado... aunque la que interviene en la mayoría de las escenas es la joven depositaria de todos los sustos y experta en gritos, como manda la tradición en este género de películas. La mansión de los horrores propone un juego meta-cinematográfico al inicio, cuando el personaje interpretado por Elisha Cook Jr. se presenta ante la audiencia desde la pantalla. Una interlocución que se recupera al final, para cerrar el espectáculo, dejando entre medias setenta minutos de pura serie B. Es decir, una planificación funcional por parte de Castle, una fotografía en blanco y negro sin refinamientos, unos efectos especiales de saldo (salvo la escena de la cuerda que amenaza a la chica a modo de serpiente), unas interpretaciones poco convincentes... solo el enorme carisma de Price sobresale del conjunto. Sin embargo, estas supuestas debilidades suponen el máximo atractivo de La mansión de los horrores.

William Castle no se preocupa porque el acabado del film sea de primer orden, dada la rapidez del rodaje y el escaso presupuesto invertido. Aquí lo importante es apelar al sentido atávico del miedo y generar la atmósfera adecuada para que el público salte en sus butacas, lo cual se consiguió, dando un inesperado éxito a la película. Vista hoy, La mansión de los horrores ha perdido buena parte de la inquietud que pretendía provocar, pero a cambio se ha convertido en un fabuloso divertimento y en un placer para espectadores desacomplejados. Algo a lo que aspiran sin alcanzarlo producciones mucho más ambiciosas que esta.

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LOS DESTELLOS. 2024, Pilar Palomero

Con tres largometrajes escritos y dirigidos en apenas cuatro años, se puede decir que Pilar Palomero ya muestra sus cartas sobre la mesa. Cine realista basado en los personajes, que aborda problemáticas familiares y prescinde de todo aquello que no resulta esencial para el desarrollo de la trama. Esto vuelve a definir una vez más Los destellos, dentro de una fórmula que se va renovando porque siempre es diferente. Palomero es aquí más sintética y extremadamente precisa en las líneas que despliega en el guion, logrando algo muy difícil: convocar los sentimientos sin emplear las herramientas habituales (música, diálogos, acabados estéticos), en un ejercicio de depuración que enfrenta al público con cuestiones muy reconocibles, de carácter íntimo y social.

A partir de un relato de Eider Rodríguez, Palomero cuenta la relación de una pareja separada hace tiempo que retoma el contacto a causa de la enfermedad de él. La hija que tienen en común provoca el acercamiento y añade la dosis de humanidad que necesita el conjunto, en el que adquieren importancia los escenarios y los objetos. Palomero pone atención en los detalles y dota de significado elementos comunes como una fotografía, un limonero, una piedrecita encontrada durante un paseo... o los rayos de luz que aparecen en determinados momentos y dan título al film. Son símbolos que narran la intrahistoria implícita en las imágenes, de corte naturalista, gracias a la capacidad de la directora para situar la cámara a ras de los personajes y a la fotografía sin artificios de Daniela Cajías. El montaje de Sofia Escudé también contribuye a que la película respire con el ritmo apropiado, dejando espacios para que el espectador haga sus aportaciones. Es cine que propone y que dispone, que sabe guardar la distancia adecuada sin caer en la frialdad.

Pero sobre todo, Los destellos se sostiene en los gestos y en las miradas de los actores que encarnan a los padres, Patricia López Arnaiz y Antonio de la Torre, así como la joven debutante Marina Guerola. Los tres desprenden credibilidad y hacen suyos los personajes con una gran economía de recursos interpretativos, cada uno desde un punto de partida distinto: de la Torre mediante el físico, López Arnaiz mediante la introspección y Guerola a través la expresión inmediata y fresca. Es emocionante percibir lo que transmiten con aparente sencillez y con pleno dominio de sus habilidades, ellos son la razón de ser de esta película en la que Pilar Palomero se confirma como una de las cineastas más interesantes del panorama actual.

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JOKER: FOLIE À DEUX. 2024, Todd Phillips

Nadie podía prever en 2019 el éxito alcanzado por Joker, un spin-off de presupuesto medio que rendía tributo al cine de los setenta en general y a Scorsese en particular. Ni siquiera Warner Bros, el estudio responsable, que enseguida vio la oportunidad de hacer una segunda parte contando con el mismo equipo artístico y técnico. Así que un lustro después, el director Todd Phillips goza de carta blanca financiera y creativa para abandonar el carril de las continuaciones canónicas desoyendo el fan service y expandiendo las posibilidades del personaje protagonista. Una decisión arriesgada que se manifiesta ya desde el título en francés. Joker: Folie à Deux hace referencia a la pareja formada por Joker y Harley Quinn cuando todavía eran dos seres aquejados de psicopatía, antes de convertirse en archienemigos de Batman.

La novedad más destacable de este segundo Joker afecta al género. Phillips y su coguionista, Scott Silver, siguen explorando las perturbaciones de la mente sometida a factores externos (el abuso, la rabia, la humillación) desde el prisma del drama psicológico, solo que ahora emplean los códigos del musical para representar la dificultad que vive el protagonista de distinguir realidad y ficción. Al estilo de lo que hacía von Trier en Bailar en la oscuridad, las canciones proyectan las fantasías del Joker y son el refugio en el que se evade del entorno hostil. Abundan las melodías pertenecientes al repertorio del teatro musical y standards de jazz cuyas letras aluden a locuras de amor, son composiciones inmortales de Richard Rodgers, Arthur Schwartz, Cy Coleman, Burt Bacharach... todas cantadas con crudeza y sin embellecimientos por la voz inexperta de Joaquin Phoenix y por la muy experta de Lady Gaga, quien tiene que hacer esfuerzos para no cantar como ella sabe. Ambos actores interpretan con credibilidad el delirio que atraviesan sus personajes y se dejan envolver por los arreglos sonoros, en sintonía con la música oscura creada por Hildur Guðnadóttir.

Joker: Folie à Deux comienza con un prólogo animado por Sylvain Chomet (y cantado por Nick Cave) que establece un hilo argumental con el primer film, si bien aquí se acaban las concomitancias. Pronto se evidencia la ruptura del director con su propia obra y la búsqueda de una identidad diferenciadora, que aprovecha el potencial que le ofrece el personaje. Este Joker reclama su autonomía y la puesta en escena lo ilustra mediante imágenes que rompen el ensimismamiento y ganan dinamismo en el montaje. La fotografía de Lawrence Sher aumenta la paleta de colores y la gama de luces gracias a los números musicales, filmados con efectividad y sin excesos, dentro del tenebrismo que rodea el conjunto. Una vez más, Phillips se vale de primeros planos para reflejar las tormentas internas de los personajes, además de movimientos de cámara que tienen intenciones descriptivas o apoyan el significado de ciertos conceptos, como por ejemplo: las panorámicas recurrentes en la sala de juicios que muestran el monitor de televisión con la señal en directo, para reforzar la dicotomía que está presente en todo momento de la verdad frente a la representación, la pantalla como barrera que separa lo cierto de lo imaginado. De hecho, en los diálogos se hacen muchas referencias a la película que existe sobre el Joker y que él mismo aún no ha podido ver, ansioso por saber si es verdaderamente buena... esta paradoja ejemplifica la tremenda jugarreta practicada por Phillips, una broma carísima que no ha sido bien recibida por el numeroso público que esperaba una segunda entrega idéntica a la anterior, de acuerdo a la serialización del relato que impera en nuestros días. Exigen del Joker algo que va en contra de su naturaleza: la previsibilidad y la repetición de un patrón narrativo.

Todd Phillips demuestra entender al personaje. Y es que más que un supervillano al uso, el Joker es un icono pop que va mutando según la visión del autor encomendado, siendo capaz incluso de trascender los márgenes de la ficción, tal y como sucedió durante el mandato de Trump. El entonces presidente de los Estados Unidos expresó su agrado por la película y una parte de su electorado lo interpretó como una refutación de las ideas antisistema que encarna el Joker, en consonancia con los sucesos acontecidos en el asalto al Capitolio de 2021... y olvidando convenientemente la falta de motivaciones políticas y la alienación que sufre el personaje, producto de la enfermedad mental. Así pues, todos aquellos que esperaban que la llama prendida en la película original se convirtiese en hoguera han resultado decepcionados. En lugar de incendio, Phillips plantea un espectáculo íntimo y triste que se alimenta de canciones en su mayoría antiguas, en la que lo único ardiente es la pasión romántica que el Joker siente por Harley Quinn. Una criatura que también ha frustrado a quienes aguardaban el desquicio adolescente y neo-punk representado por Margot Robbie en las películas del Escuadrón Suicida. El desencanto que experimenta el personaje al final de Joker: Folie à Deux se parece al de muchos espectadores que ignoran que la subversión del nuevo Joker está en las formas, más que en el contenido. Así, el film construye escena a escena su revulsivo particular: esta es la mayor de las transgresiones posibles en el Hollywood adocenado y pulcro que hoy conocemos.

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EL MAL NO EXISTE. "Aku wa sonzai shinai" 2023, Ryûsuke Hamaguchi

Después del reconocimiento internacional obtenido con Drive my car, Ryûsuke Hamaguchi continúa con su cine centrado en los personajes y en las relaciones humanas con El mal no existe. Una película en apariencia más sencilla y menos ambiciosa que la anterior, cuyo germen es el encargo de un proyecto audiovisual que se localiza en la cuenca de Nagano, en el interior de Japón. El trabajo de documentación de la zona y de los habitantes que allí residen es desarrollado por el director y guionista en esta fábula que enfrenta la naturaleza contra los desmanes del capitalismo.

Una vez más, Hamaguchi experimenta con el punto de vista y esquiva las fórmulas comunes, de modo que la historia se plantea como si estuviese contada por la propia naturaleza. El mal no existe comienza con un largo plano en movimiento que recorre las copas de los árboles desde el suelo, presentando el carácter contemplativo y el tempo dilatado que va a guiar la narración en adelante. Muchas de las acciones aparecen representadas en su integridad (el corte de leña para la chimenea, el llenado de garrafas en el río) en especial en la primera parte, antes de que se anuncie el conflicto. Estas tareas sin apenas elipsis se repiten más tarde con un nuevo significado, cuando en lugar de acometerlas el protagonista (un lugareño viudo con diversas ocupaciones que vive al cuidado de su hija) son realizadas por quienes vienen de fuera con intereses comerciales (los empleados de una agencia que pretende construir un camping). Esta dicotomía está presente durante el film y justifica las tensiones entre los vecinos del medio rural y los arribistas de Tokio, o lo que igual: los que quieren preservar su modo de vida basado en el respeto al entorno, y los que buscan hacer negocio esquilmando los recursos de la zona. Todo ello sin caer en el maniqueísmo ni en la didáctica elemental, tan habituales en este tipo de ficciones.

Por supuesto que el discurso de Hamaguchi queda claro, pero hay algo indescifrable y enigmático en El mal no existe que se escapa a las explicaciones simples y se adentra en el terreno de los símbolos. Una decisión que el director asume a riesgo de defraudar las expectativas del público y que tiene que ver con introducir elementos disruptivos en mitad de una atmósfera en calma, a varios niveles: sonoros (con cortes bruscos en la música), visuales (con emplazamientos de cámara inesperados, por ejemplo en la parte trasera del coche en marcha) y argumentales (con el desenlace, que establece una analogía entre los comportamientos del personaje principal y del ciervo herido). La película tiene un tercer acto que transforma lo cotidiano en tragedia y que debe ser interpretado por el espectador, a esas alturas sumido en el desconcierto... y es que Ryûsuke Hamaguchi no pone las cosas fáciles. El mal no existe invita a sacar conclusiones, una tarea que a muchos puede resultar ingrata y frustrante. Pero, ¿acaso no sería terrible que la finalidad del cine fuera solo agradar y proporcionar respuestas cómodas?

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VARIETY. 1984, Bette Gordon

En 1981, la cineasta Bette Gordon ha adquirido notoriedad en los círculos de la vanguardia artística de Nueva York por sus experimentos visuales, primero en colaboración con James Benning y luego en solitario. Es entonces cuando realiza Anybody's woman, cortometraje que explora el deseo femenino en relación a la pornografía, filmado en una conocida sala X de la Tercera Avenida llamada Variety. Gordon aprovecha aquella experiencia y la desarrolla tres años después en el que será su debut largo en la ficción, una película que reúne a algunos de los creadores más insólitos de la escena alternativa de la ciudad: la escritora Kathy Acker, el músico John Lurie, el director de fotografía Tom Dicillo y la fotógrafa Nan Goldin, esta última haciendo de sí misma en un pequeño papel. La flor y nata del underground neoyorquino congregada en torno al Variety, local de exhibición que da nombre al film y que es más que un escenario, puesto que representa el espíritu que Gordon quiere invocar en las imágenes.

Un breve apunte sobre la historia de esta sala. El Variety Photoplays Theatre nació como uno de los muchos nickelodeones que participaron del floreciente negocio del cine a principios del siglo XX. Con el paso del tiempo, la decadencia que sufrió el barrio y la construcción en otras zonas de nuevos establecimientos adaptados a los formatos panorámicos relegaron al Variety al circuito de las películas más modestas, debido a sus limitaciones de espacio y su aforo reducido. Para sobrevivir a la crisis de competitividad con la televisión, el Variety cambió su programa en la década de los setenta por la serie B y el porno, convirtiéndose en refugio de encuentros homosexuales y en un antro que Scorsese dejará inmortalizado en Taxi Driver. Si bien la película captura el momento presente de la filmación, hay algo de la cronología anterior que se cuela en los fotogramas y que explica el proceso de deshumanización de una urbe que aliena a la protagonista, una joven en paro que acepta trabajar de taquillera en el Variety. Desde el interior de su minúscula urna de cristal observa a los clientes que acuden a aliviar sus soledades, hasta que establece relación con uno de ellos, distinto a los demás. Se trata de un hombre de negocios de dudosa legalidad, cuyos pasos ella sigue a escondidas por numerosos rincones, con una mezcla de curiosidad y fascinación.

La trama es extremadamente sencilla, casi una anécdota que sirve de excusa para contar lo que de verdad interesa a Gordon: el itinerario de auto-descubrimiento de una mujer y su reajuste de la realidad a través de la representación gráfica del sexo. Poco a poco, ella se va dejando arrastrar por el influjo de la pornografía, al principio mediante el sonido que le llega de la sala y después asomándose a las proyecciones y a las revistas que encuentra. Se apropia del relato erótico que antes la convertía en objeto de deseo de las miradas de los hombres y se vuelve sujeto proactivo, hasta la llegada de un desenlace que no sucede nunca. El final abierto de Variety está en consonancia con la narración minimalista que la directora mantiene durante todo el metraje, también en las formas, por medio de imágenes granuladas que transpiran inmediatez y veracidad. Hasta el punto de que el resultado tiene una estética de reportaje muy sugestiva, con una fotografía cruda y sin matices que traslada al espectador a aquella época y aquellas calles prescindiendo de los artificios propios de la ficción.  

Y es que más que ninguna otra cosa, Variety es un documental sobre una mujer ensimismada que practica el extrañamiento, una criatura que busca ocupar su lugar en el paisaje urbano y que adopta los rasgos de Sandy McLeod. Su recorrido por los bajos fondos es el motivo principal de esta película enigmática, que conserva intacta su condición de tótem del cine independiente.

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LATE NIGHT WITH THE DEVIL. 2023, Cameron Cairnes y Colin Cairnes

Los hermanos Cameron y Colin Cairnes retoman la premisa de su largometraje de 2016 Scare Campaign, en torno a la influencia de los medios de comunicación en la sociedad moderna y los abusos de la cultura del espectáculo para elaborar, siete años después, otra película de terror con un título suficientemente revelador: Late night with the devil. En ella siguen explorando los comportamientos humanos capaces de cualquier cosa por una imagen, esta vez por medio de la estilización revival de reproducir un programa televisivo de variedades de los setenta.

El film comienza con un montaje deslumbrante de ocho minutos que cuenta el auge y caída de un presentador que trata de ganar audiencia en la franja nocturna recurriendo a toda clase de artimañas, incluido explotar la enfermedad de su esposa. Un prólogo que da paso a la última de las emisiones, un especial de Halloween que simula ser recuperado junto a grabaciones hechas detrás de las bambalinas. Los Cairnes aplican la fórmula del found footage para establecer un juego entre la realidad y su simulación, o lo que es igual: la legitimidad que adquieren las mentiras cuando se reproducen en la pantalla. Un tema que, por fortuna, se aborda con humor y sin solemnidades. Los directores adoptan un tono desenfadado que se vuelve violento en las escenas que buscan inquietar al espectador, un contraste que demuestra habilidad para construir tensiones en ascenso y el manejo de expectativas.

Los cineastas se mimetizan con el objeto de su inspiración y emplean el lenguaje catódico, con todos los modismos propios del formato (pausas dramáticas, contrapuntos cómicos, reacciones del público) y los recursos técnicos de la época (zooms, cartelas de paso a publicidad). La decisión de mostrar el espectáculo en su integridad resulta un acierto ya que así, Late night with the devil escala el horror poniendo al descubierto su andamiaje narrativo y su naturaleza de grand guignol. Porque la película es, en sí misma, un enorme truco fabricado con pequeños ardides (el más evidente es la secuencia de la hipnosis), que conducen a un clímax simbólico para enmendar al protagonista, interpretado por David Dastmalchian. Tanto él como el reparto que le acompaña son producto de un casting acertadísimo que hacen que la película mantenga el interés en todo momento, puesto que predominan los planos medios y los primeros planos, de acuerdo a los clichés que se recrean.

Si bien los aciertos del conjunto quedan claros durante el metraje, lo cierto es que los Cairnes están a punto de descarrilar la película en la parte final, subrayando la evidencia del presentador que ha vendido su alma al diablo y logra vencerlo enfrentando sus temores internos. Un conflicto que se aprecia ya desde el inicio y que los directores remarcan dejando clara la analogía entre la fama y la pérdida de humanidad, poniéndose profundos mediante un desenlace que se sale del programa de televisión y entra en la psique del personaje. Aun así, Late night with the devil se sobrepone a la tentación de querer ser una película seria y se muestra como lo que es: un divertimento mordaz que se apoya en un guion ingenioso, unos actores con talento y un diseño artístico inspirado. En suma, un film sorprendente que sabe desarrollar unas premisas originales y que hace de la escasez, virtud.

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NOPE. 2022, Jordan Peele

Jordan Peele continúa explorando los terrores que habitan en el subconsciente colectivo, en esta ocasión a través de una amenaza llegada del espacio exterior. Nope es el tercer largometraje del director, productor y guionista, en el que vuelve a certificar su habilidad para trabajar las imágenes y para construir atmósferas de tensión, por primera vez en paisajes abiertos.

El escenario principal es un rancho en el sur de California dedicado a la doma de caballos, un negocio regentado por dos hermanos de caracteres opuestos que tratan de llenar el hueco dejado por el padre, muerto en extrañas circunstancias. La precaria situación de ambos parece poder cambiar cuando perciben que están siendo vigilados desde el cielo por una presencia que no es de este planeta, lo cual plantea el tema de la película, que es la mercantilización de cualquier fenómeno (incluida la tragedia) para convertirla en espectáculo y cómo la naturaleza se puede volver contra quienes pretenden dominarla. Una cuestión que Peele trata estableciendo dos líneas narrativas que avanzan en paralelo: por un lado está la historia de los hermanos interpretados por Daniel Kaluuya y Keke Palmer, y por otro está el ímpetu empresarial del personaje encarnado por Steven Yeun, el dueño de un parque de atracciones que en su infancia fue testigo del terrible suceso ocasionado por un chimpancé durante la grabación de un programa televisivo. Tanto el extraterrestre como el primate representan, en diferentes tiempos, a dos seres que se resisten a ser domesticados y que se rebelan contra la maquinaria capitalista de los humanos, un alegato por preservar lo salvaje que no queda del todo claro. Las dos historias que se cuentan en Nope no terminan de casar y los símbolos que se proyectan en sendas direcciones no confluyen, en perjuicio del mono asesino. De hecho, este segmento termina perdiendo interés hasta desaparecer en un momento determinado de la trama, lo que inclina el peso hacia la parte fantástica de la balanza.

La simpleza y la arbitrariedad del guion resultan impropias de alguien que se ha caracterizado en sus anteriores títulos (Déjame salir, Nosotros) por la originalidad y la elaboración dramática de sus propuestas. Sin embargo, Peele hace que el espectador se olvide de las debilidades del texto gracias a la fuerza visual que empuja la película como un torrente. El director demuestra virtuosismo a la hora de situar la cámara, componer los encuadres, vertebrar el movimiento, pensar el montaje... todo en favor del relato, sin alardes innecesarios. Los mejores instantes de Nope recuerdan, al menos en espíritu, al Spielberg de Encuentros en la tercera fase y Tiburón (en el segundo caso hay una equivalencia inmediata entre los personajes del marinero cazador de escualos y del cineasta cazador de imágenes). No en vano, Jordan Peele pone en escena una reivindicación cinematográfica de connotaciones históricas (con alusiones a Muybridge y al western clásico) y formales, mediante un lenguaje expresivo muy cuidado. A esto contribuye la fotografía siempre inspirada de su colaborador habitual Hoyte van Hoytema, capaz de sacar el máximo partido de las secuencias nocturnas y diurnas.

En definitiva, Nope no es destacable por lo que cuenta sino por cómo lo cuenta. Es un ejercicio de estilo depurado y perfecto que incluye oportunamente dosis de humor para espantar los conatos de solemnidad que atenazan al cine de género de nuestros días. Algo muy de agradecer, que provoca que la película suponga un gozoso entretenimiento.

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MARIBEL Y LA EXTRAÑA FAMILIA. 1960, José María Forqué

En 1960, después de realizar algunos dramas y de contribuir al noir español de la época, José María Forqué regresa a la comedia adaptando una obra teatral recién estrenada con éxito, Maribel y la extraña familia. El libreto original de Miguel Mihura centra su comicidad en el contraste de dos mundos opuestos: la tradición provinciana frente a la modernidad de la urbe, lo que en términos morales sería: la pacatería frente a la concupiscencia. Ambos extremos están representados por una familia de empresarios provenientes de un pueblo de Zamora y por un cuarteto de alegres prostitutas que ejercen en Madrid, con Marcelino y Maribel como protagonistas. Él es un joven viudo propietario de una fábrica de chocolatinas al que pone cara Adolfo Marsillach, que en su ingenuidad se enamora ciegamente de una meretriz encarnada por Silvia Pinal, sin sospechar el oficio que ella desempeña. La posibilidad del matrimonio supone una oportunidad para cambiar de vida y un cúmulo de situaciones divertidas, primero en la ciudad y luego en el campo, basadas en la idiosincrasia de los personajes secundarios.

Siempre se ha dicho que uno de los principales valores de esta edad dorada del cine español reside en la calidad y en la variedad de los actores, buena parte de ellos procedentes del teatro. Lo cual se puede constatar en Maribel y la extraña familia, donde brillan desde las veteranas Julia Caba Alba y Guadalupe Muñoz Sampedro, hasta las más jóvenes Carmen Lozano, Gracita Morales y Trini Alonso. Todas ellas imprimen su personalidad y construyen, con unos pocos rasgos, el tono ágil y desenfadado del conjunto, valiéndose de recursos físicos y verbales para exprimir los diálogos al máximo.

El director logra que no se pierda ninguna de las cualidades de la obra en su paso a la pantalla, gracias a una puesta en escena eficaz y muy dinámica, que da importancia al movimiento interno del plano y al externo de la cámara, así como al montaje. Forqué pone cuidado en las imágenes y saca provecho de los escenarios, realzados por la fotografía en blanco y negro de José Fernández Aguayo. En suma, Maribel y la extraña familia es un ejemplo perfecto de comedia clásica con influencias de Lubitsch y La Cava, una producción de impecable acabado técnico que sabe dotar a la dramaturgia de verdadero sentido cinematográfico.

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VOLVERÉIS. 2024, Jonás Trueba

En tiempos en los que predominan la inmediatez y el cinismo, parece casi un acto revolucionario estrenar una película como Volveréis. Jonás Trueba recrea en los escenarios urbanos de Madrid el espíritu de aquellas comedias sofisticadas de Hollywood de los años 30 y 40 denominadas remarriage que consistían, a grandes rasgos, en la reconciliación de una pareja que encontraba motivos para separarse, pero no los suficientes para seguir viviendo el uno sin el otro (La pícara puritana, La costilla de Adán, Historias de Filadelfia). El guion escrito al alimón por el director y los dos actores principales, Itsaso Arana y Vito Sanz, gira en torno a la idea de que "las personas deberían celebrar cuando se separan, más que cuando deciden estar juntas". Una frase que proviene de Fernando Trueba, padre de Jonás, quien debuta como actor interpretando al padre de Arana... y es que Volveréis propone un juego de espejos entre la realidad y la ficción, a la vez que introduce una película dentro de otra, puesto que el oficio de la protagonista es el de directora y el material que está montando es la propia historia de su crisis sentimental.

Al principio, esta dislocación narrativa se contempla con extrañeza, hasta que el espectador la asume con naturalidad y se convierte en el gran hallazgo del film. No es el único. También hay un tono muy bien equilibrado entre el humor y el drama, personajes que rebosan humanidad, diálogos construidos con inteligencia y una puesta en escena que favorece el desarrollo de cada situación, mediante planos largos y movimientos sencillos que describen lo que está pasando sin manierismos, al estilo de Woody Allen. Por contra, hay recursos igual de eficaces que sí explicitan el artefacto cinematográfico, como la pantalla partida o el jump cut (atención al que muestra las diferentes reacciones del personaje de Fernando Trueba en primer plano). Además de Allen, hay alusiones a Bergman, Truffaut y otros nombres del pensamiento como Kierkegaard o Stanley Cavell. Trueba incluye en el metraje algunas referencias directas y otras muchas veladas, reconociendo las fuentes que le inspiran y compartiéndolas con el público, en un ejercicio de retroalimentación que hace que el visionado resulte muy estimulante.

Sin embargo, ninguna de estas menciones agrava el peso del conjunto, que tiene la virtud de la ligereza. Volveréis es divertida sin dejar de ofrecer reflexiones, es entretenida sin acelerar el ritmo más de lo necesario, y posee una envoltura visual que vuelve a contar con la fotografía de Santiago Racaj, capaz de capturar la luz cambiante de la ciudad en el final del verano. Jonás Trueba repite con colaboradores habituales como Marta Velasco en el montaje, Miguel Ángel Rebollo en la dirección artística y actores como Francesco Carril, dentro de un reparto sólido y armonizado. En suma, la familia de Los Ilusos Films al completo, en la que probablemente sea la película más redonda y compacta de las creadas hasta la fecha por esta pequeña productora que supone una fabulosa rareza en el panorama español.

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TRENQUE LAUQUEN. 2022, Laura Citarell

Es difícil hablar de Trenque Lauquen en términos estrictamente cinematográficos. El cuarto largometraje de Laura Citarell está cerca de la exploración narrativa y de la obra procesual ya desde el mismo planteamiento: una idea que surge de una atmósfera y de un lugar determinado (que da título al film) vinculado con la experiencia vital de la directora, un desarrollo de guion que mezcla historias y tiempos, un rodaje abierto a las circunstancias y a las evoluciones de los personajes, un montaje que transforma el sentido final del conjunto... todo ello dentro de un modelo de producción que favorece el estado creativo, al más puro estilo del El Pampero Cine.

Trenque Lauquen comienza con dos hombres de caracteres opuestos que viajan juntos en coche siguiendo el rastro de una mujer desaparecida. Aunque no se comportan como rivales, ambos han tenido a la vez relaciones sentimentales con ella. Poco a poco, sus indagaciones se mezclan con los recuerdos y con el idilio vivido por otra mujer un siglo atrás, lo cual va conformando una estructura de mise en abyme (una secuencia de relatos similares que incorpora ciertas variaciones). Esta forma de contar los hechos establece un juego de espejos situados en el pasado y en el presente, que se interrumpe en un momento preciso para dar paso a la segunda parte del film. Porque Trenque Lauquen se divide en dos películas que se refractan e incluso se repelen debido al cambio brusco de género: de la investigación romántica de la primera parte se pasa al fantástico psicológico de la segunda, una transformación asociada a los puntos de vista. La mirada de los dos hombres es sustituida por la de la mujer, decisión que emancipa a la protagonista interpretada con destreza por Laura Paredes. También se modifican las influencias que maneja Citarell, de La aventura de Antonioni a Twin Peaks de Lynch y Perdición de Wilder, para terminar con una evocación a Sin techo ni ley de Varda. La película va perdiendo literalidad según transcurre hasta convertirse en un enigma que desemboca en la fusión de Laura con el entorno natural, el anhelo de desaparecer, de no estar más que para ella misma. Entre medias está la puerta a esa otra dimensión que representa la ciudad argentina de Trenque Lauquen, y el conocimiento de mujeres relevantes que existieron (Aleksandra Kolontái, Lady Godiva) y que son inventadas (Carmen Zuma) en un diálogo en femenino que recorre el tiempo.

La directora materializa estas ramificaciones dramáticas mediante una puesta en escena concisa, que emplea fórmulas clásicas para los momentos de conversación (con planos y contraplanos) y suaves movimientos de cámara para los planos secuencia como el que abre el film, aprovechando la profundidad de campo. Por lo general, Citarell utiliza focales largas que remarcan el aislamiento de los personajes respecto al escenario, salvo en el desenlace, cuando Laura se reconoce en el paisaje y el formato de pantalla se vuelve panorámico. Es un recurso estético y expresivo de los que no abundan en Trenque Lauquen, ya que el tono formal resulta comedido, en contraste con las corrientes turbulentas que atraviesan la ficción. Laura Citarell sabe que tiene material sensible entre manos y se cuida de darle una envoltura sobria y muy cuidada, que cuenta con la fotografía de Yarara Rodríguez por tercera vez en su filmografía. No es la única que repite con la directora. Los demás profesionales que integran el equipo demuestran la confianza y la implicación que otorgan los años de proyectos compartidos: Miguel de Zuviría y Alejo Moguillansky en el montaje, Gabriel Chwojnik en la música, Mariano Llinás en la producción o la propia Laura Paredes, que compagina las labores de guionista y actriz, bien acompañada en el reparto por Ezequiel Pierri, Rafael Spregelburd y Elisa Carricajo. Nombres que concuerdan en la hazaña de sacar adelante esta película fascinante, hermosa y compleja como es Trenque Lauquen.

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I SAW THE TV GLOW. 2024, Jane Schoenbrun

Es un reto para cualquier cineasta del presente abordar la transversalidad y la liquidez de los diversos sistemas de comunicación que nos atraviesan. Al menos, de hacerlo con cierto rigor y sentido humanista, lejos del fetichismo por las nuevas tecnologías, el multiverso y sus derivados. Jane Schoenbrun lleva entregada a esta tarea desde sus comienzos, hace cerca de una década, trabajando en la producción, el guion y la dirección de distintos formatos: series, videoclips, cortos... I saw the TV glow es su segundo largometraje, en el que reflexiona sobre otra constante en su obra, la identidad como un campo de batalla donde dirimir cuestiones existenciales y de género.

En esta ocasión, Schoenbrun cuenta con el respaldo del estudio A24, que le proporciona el presupuesto suficiente para desarrollar el argumento que quiere contar con libertad y un alcance mayor que en anteriores veces. I saw the TV glow sigue siendo una película pequeña, casi íntima, con un rabioso espíritu independiente capaz de conectar con las inquietudes y las neuras del público adolescente. La generación que se ha quemado los ojos viendo series en Disney Channel y leyendo en Whattpad se verá reconocida en los protagonistas del film, interpretados por Justice Smith y Brigette Lundy-Paine. Dos jóvenes alienados que tratan de escapar de un entorno que les oprime refugiándose en la ficción de un serial titulado The Pink Opaque, en el cual proyectan sus anhelos de trascender y de realizarse a sí mismos. Argumentos parecidos a este los ha habido siempre, con chicos que se adentran en universos literarios (La historia interminable), en programas de televisión (Pleasantville) o en videojuegos (Starfighter). La originalidad de I saw the TV glow reside en su forma, ya que Schoenbrun crea un universo de habitaciones cerradas, gestos traspuestos y colores vivos que brillan en la oscuridad de la noche gracias a la fotografía de Eric Yue. La paleta cromática define la atmósfera dominada por los tonos violeta y azulados, una decisión que sublima la estética y la envuelve en un aire misterioso y mágico, semejante al ensueño.

La película está dotada de un estilo tan marcado que las imágenes no se pueden disociar de la trama, algo que empuja a Schoenbrun a cometer algunas temeridades. Por ejemplo, la ruptura de la cuarta pared o las bruscas elipsis de tiempo... sin duda, el riesgo más notable se encuentra en el tercer acto, cuando el personaje ya maduro encarnado por Smith sufre una decadencia demasiado impostada, que el maquillaje y la interpretación agravan. Este tramo hace tambalearse el conjunto que, hasta entonces, ha resuelto sus dificultades con imaginación, destreza y un comedimiento que se rompe solo al final. I saw the TV glow logra sobreponerse a esta catarsis dramática y se erige como una rara avis enigmática y fascinante, una osadía que resuelve muy bien su limitación de recursos y que sabe profundizar en la psique de un sector de espectadores que la pueden convertir en film de culto.

A continuación, el vídeo de la canción principal compuesta e interpretada por Sloppy Jane. Una pieza de pop etéreo que reproduce fielmente los sonidos de los noventa en los que se ambienta I saw the TV glow. Que lo disfruten:

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UN LUGAR EN EL CINE. 2008, Alberto Morais

El director, guionista y productor Alberto Morais se estrena en el cine con un documental que reflexiona sobre el propio medio, a través de testimonios de autores como Theo Angelopoulos, Víctor Erice o Tonino Guerra. Un lugar en el cine establece un diálogo entre el pasado y el presente para entender la experiencia cinematográfica a partir del neorrealismo de Roma città aperta. El recuerdo de Roberto Rossellini da comienzo al film y traza un eje simbólico con Pier Paolo Pasolini, ambos configuran los escenarios de la creación, de la vida y la muerte: la via Raimondo Montecuccoli en la que Anna Magnani caía abatida por los disparos nazis, el pueblo segoviano de Hoyuelos donde se filmó El espíritu de la colmena, la playa de Ostia en la que mataron a Pasolini... son los lugares en el cine a los que alude el título, espacios que Morais retrata en súper 16 mm. con serenidad y bajo la luz fría del invierno.

La película da protagonismo a la palabra pero también a las imágenes, hay una concordancia de ideas y de símbolos que resulta muy estimulante. El discurso que mantiene Morais en torno a la posición comprometida con su tiempo de ciertos directores, así como el ámbito que ocupa el cine en el devenir del público, son expuestos mediante meditaciones lúcidas y una planificación que busca la armonía en los encuadres y en el montaje. Morais da a las composiciones de los planos un valor casi espiritual, semejante a los paisajes metafísicos de Giorgio de Chirico, dejando que la mirada se recree y complete lo que expresan los protagonistas. Cada uno desde un sitio que les identifica y con una puesta en escena aparentemente sencilla que es, en verdad, fruto de la depuración de elementos estéticos. Un lugar en el cine tiene la virtud de conversar con el espectador y de ofrecer por igual respuestas y preguntas, con momentos memorables (Ninetto Davoli recreando un pasaje de Uccellacci e uccellini, o la canción escrita por Pasolini que entona Nico Naldini). En suma, se trata de una obra a la vez compleja, misteriosa y sencilla, como el comportamiento de un niño. La fabulosa carta de presentación de un director que en adelante dará pasos siempre interesantes dentro de la ficción, y que aquí debuta con un film-ensayo dotado de singularidad y belleza.

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EASY RIDERS, RAGING BULLS. 2003, Kenneth Bowser

En 1998, el periodista cinematográfico Peter Biskind publica Moteros tranquilos, toros salvajes, libro que narra el surgimiento y desarrollo del denominado nuevo Hollywood. Es decir: la camada de directores y productores que en los años setenta se colaron en la industria aprovechando las grietas abiertas por el declive del sistema de estudios, y experimentaron un modelo de hacer cine que priorizaba la visión del autor y la elección de temas controvertidos. Dentro de esta corriente militaron figuras hoy reconocidas como Scorsese, Coppola, Friedkin, Spielberg, Lucas... muchos de ellos no quedaron satisfechos con el retrato que ofrecía Biskind. Acusaban al escritor de recrearse en anécdotas personales que no contrastaba demasiado y en explotar los aspectos sensacionalistas de la historia, algo que se podía intuir leyendo el subtítulo del libro: "Cómo la generación del sexo, drogas y rock'n roll salvó Hollywood".

Apenas un lustro después, el documentalista Kenneth Bowser produce, escribe y dirige para la cadena británica BBC una adaptación homónima del original de Biskind. Se trata de una síntesis de las quinientas páginas del texto de partida, que Bowser resume en menos de dos horas conservando las virtudes y los defectos de su referente. El resultado es un documental que se ve con interés gracias al ritmo que imprime el montaje y al abundante material de archivo (fotografías, escenas de películas, grabaciones caseras y de rodaje). Hay un hilo narrativo que conduce la voz del actor William H. Macy y el testimonio de ciertos protagonistas que vivieron aquella época: Peter Bogdanovich, Dennis Hopper, Paul Schrader, Richard Dreyfuss... Sin embargo, Bowser no consigue convocar a algunos de los nombres principales que siguen en activo (Scorsese, Coppola, Spielberg, Lucas) y recurre a entrevistas grabadas por otros medios para completar la polifonía del discurso. La disconformidad con Biskind que sentían los aludidos termina pesando sobre el conjunto, al que se le puede achacar cierta falta de rigor en las informaciones que presenta, no porque sean falsas sino porque en ocasiones aparecen incompletas o contaminadas por la opinión... lo cual no es malo, siempre y cuando se muestren todos los puntos de vista y exista la posibilidad de replicar los argumentos que se exponen. En lugar de eso, Easy Riders, Raging Bulls opta por buscar la lectura más impactante de los hechos y construir un relato en el que manda el exceso. Una decisión que hace que la película sea divertida y emocionante, pero cuya credibilidad queda en entredicho.

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IS THE MAN WHO IS TALL HAPPY? 2013, Michel Gondry

En 2010, el lingüista y filósofo Noam Chomsky cumple ochenta y dos años en plenitud de facultades y con la agenda lo suficientemente ocupada para sobrellevar el fallecimiento de su primera mujer. Una circunstancia que despierta en Michel Gondry la idea de hacer una película que contenga su legado, un compendio de sus pensamientos y recuerdos extraídos durante varias entrevistas que el cineasta mantiene con Chomsky. Lo curioso es que, en lugar del documental convencional que cabría esperar, Gondry opta por la animación artesana con dibujos hechos por él mismo, lo cual confiere a Is the man who is tall happy? un aspecto muy singular, de gran belleza estética.

El hilo narrativo fluye a través de la conversación y divide la estructura en segmentos referidos al desarrollo del lenguaje, la comunicación, la ciencia, la enseñanza... la complejidad de algunos de estos temas es amortiguada por el dispositivo formal que Gondry pone en escena mediante diseños y colores que retrotraen al imaginario infantil. Tal y como defiende Chomsky, se trata de simplificar el discurso para llegar a la esencia de los razonamientos que los dos exponen desde puntos diferentes, uno en el papel de entrevistador y otro de entrevistado, si bien ambos coinciden en la búsqueda de respuestas. Ciertos momentos interesantes se producen, precisamente, cuando surgen desentendidos y es necesario clarificar algún concepto... y es que el film proporciona un buen número de reflexiones que a veces son difíciles de seguir. Por fortuna, las imágenes acuden al rescate y llenan la pantalla de estímulos visuales que logran aligerar el peso de las disertaciones, convirtiendo la película en un gozo para los ojos y para el intelecto.

Este diálogo entre lo que se representa y cómo se representa hace que Is the man who is tall happy? sea un feliz experimento capaz de hacer accesible la sabiduría de Noam Chomsky, por medio del cine de animación y de una cuidada selección de composiciones musicales de Howard Skempton. En definitiva, una nueva demostración de ingenio por parte de un autor casi siempre ingenioso como es Michel Gondry.

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THE BIKERIDERS. 2023, Jeff Nichols

Jeff Nichols es un cineasta que trata las grandes cuestiones humanas a través de historias familiares, enmarcadas en una Norteamérica lejos de la abundancia y la prosperidad. Son pequeñas tragedias clásicas que arrojan una visión crítica de los Estados Unidos en el pasado y en el presente, con un estilo que renuncia a los golpes de efecto y que deposita el peso dramático en los personajes. Estas señas de identidad se mantienen en The Bikeriders, segunda película de época del director tras Loving y la primera que realiza tomando como base un material ajeno.

La particularidad es que el libro que adapta Nichols no es una novela de ficción sino una obra fotoperiodística que Danny Lyon publicó en 1967 dentro de la corriente denominada nuevo documentalismo, consistente en la inmersión del artista en un ámbito particular para transmitir su implicación y compromiso con el tema. En este caso es el mundo de los bikeriders a los que alude el título, los motoristas de chopper que se agrupaban en bandas en la segunda mitad del siglo XX practicando códigos de conducta que les distinguían de los demás grupos sociales. Un ecosistema que el director aprovecha para hacer una representación de los modelos de masculinidad tradicional, con integrantes reconocibles: el jefe de la tribu (interpretado por Tom Hardy), el candidato llamado a sucederle (Austin Butler), la abnegada pareja (Jodie Comer) y una fauna variopinta de hombres que buscan su lugar en carreteras y bares de suburbio.

Cada uno de los personajes recorre un arco evolutivo que no concluye en un clímax concreto, como cabría esperar en cualquier relato convencional. Nichols conserva la estructura del libro matriz y reproduce las entrevistas que Lyon (encarnado por Mike Faist) realizó en especial a la única mujer relevante en la trama, el vértice femenino del triángulo que completan los dos protagonistas varones, haciendo que su punto de vista sea el que predomine en el conjunto. Es, por lo tanto, una mirada distante que observa a su alrededor con una mezcla de curiosidad, resignación y miedo. Al final se revela que solo ella es capaz de sacar sus proyectos adelante, con un primer plano digno de una película de terror, en el que se magnifica mediante un simple gesto el triunfo de haber domesticado la naturaleza salvaje de su compañero.

Estos y otros detalles ejemplifican la solvencia de Nichols a la hora de planificar las escenas y de vertebrar el montaje. En The Bikeriders no hay alardes ni una voluntad clara por dejar un sello de autor, tal y como sucede en sus anteriores films. Sí hay, en cambio, cierto afán porque las acciones resulten precisas y una narrativa que evita la profusión de imágenes que caracteriza buena parte del cine comercial, lo cual le ha valido a Nichols el apelativo de clásico. La composición de los encuadres y los movimientos de cámara siempre cuentan algo, evitando la gratuidad y buscando en ocasiones la intención expresiva (como en la conversación nocturna entre Benny y Johnny, lo más parecido a una escena de amor en todo el metraje). Algunas de las instantáneas de Lyon son recreadas en momentos precisos, aunque en vez del blanco y negro original, la fotografía de Adam Stone emplea colores y luces que retrotraen al tiempo en el que transcurre la historia y matizan la gramática visual que despliega Nichols con elegancia y detalle.

En suma, The Bikeriders viene a completar el paisaje profundo de los Estados Unidos que Jeff Nichols lleva trabajando desde hace casi dos décadas, con una perspectiva poco complaciente y personajes llenos de aristas. Aquí están muy bien interpretados por tres actores que remiten a nombres pretéritos (Marlon Brando, James Dean) entre otros en los que no falta Michael Shannon, talismán del director. Puede que esta sea la película más redonda de todas en las que han colaborado juntos, lo que tiene valor después de títulos tan notables como Take shelter o Mud.

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