Estas líneas narrativas obtienen traducción en imágenes gracias a los recursos narrativos y expresivos de la puesta en escena: la filmación de espejos, los desenfoques de la lente, determinados movimientos de cámara... son herramientas que definen el punto de vista y explican al personaje interpretado por Eduard Fernández. Un actor en plena madurez de su talento que, sin embargo, sigue sorprendiendo. Su trabajo de expresión corporal, de mirada y de voz alcanza niveles de virtuosismo, potenciado por la caracterización que envejece sus rasgos, tan lograda como los demás aspectos artísticos de la producción. Fernández y sus compañeros de reparto (mención especial a Nathalie Poza) dan humanidad a una película que también brilla en el apartado técnico, donde se encuentran algunos integrantes habituales de la familia Moriarti como Javier Agirre Erauso, cuya fotografía describe con precisión los estados anímicos que atraviesa el protagonista.
Al igual que sucede en los anteriores títulos de Arregi y Garaño, Marco adopta el ritmo adecuado para ir siempre un paso por delante del espectador, que asiste intrigado a las evoluciones de la trama. Es fácil dejarse envolver por la atmósfera de la película y participar en el juego metacinematográfico que proponen los directores, ya que en diferentes momentos se mezclan material de archivo y recreaciones que hacen intervenir al Marco original y al recreado por Fernández, además de alusiones directas al film en sí mismo. Después de Handia, La trinchera infinita y la miniserie Cristóbal Balenciaga, parece como si los dos directores guipuzcoanos se fueran aproximando al presente desde el prisma de los acontecimientos históricos, tal vez para explorar el tiempo que nos ha tocado vivir o tal vez para dejar constancia de errores que no deberían repetirse. De ambas maneras, Marco resulta ejemplar.